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2009/10/12

Un infierno peor que Chernóbil

Fuente: Publico.

El doctor Erlan recuerda perfectamente la mañana del 22 de noviembre de 1955. Era domingo, y las ventanas de su casa se resquebrajaron. Acababa de estallar una bomba de hidrógeno.Su familia no se preocupó.

Desde 1949, los habitantes de su pueblo, Semipalatinsk (hoy Semey, en las estepas del noreste de Kazajistán), se habían acostumbrado a despertarse con un terremoto los domingos por la mañana, cuando los científicos de la Unión Soviética probaban su armamento atómico en un cercano polígono militar.

Entre 1949 y 1989, la URSS lanzó 456 bombas nucleares en el que ha sido el mayor laboratorio atómico de la historia.

A lo largo de cuatro decenios, el bombardeo liberó en el medio ambiente 90.000 billones de bequerelios de cesio-137, un isótopo radiactivo muy tóxico que permanece en el entorno más de 30 años.

En el desastre de Chernóbil, sólo se generaron 60.000 billones, según un estudio comparativo de la Universidad Politécnica de Almaty. No está en el imaginario colectivo, pero Semipalatinsk es un infierno peor que Chernóbil.

El próximo 19 de octubre se cumplirán 20 años desde la última explosión, pero las consecuencias siguen siendo muy visibles en la ciudad.

Las partículas radiactivas espolvoreadas en cada uno de los ensayos afectaron a más de 1,3 millones de habitantes de la región, y muchos siguen sufriendo los efectos de la radiactividad, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

Erlan, como médico, ha conocido cientos de casos de enfermedades del sistema endocrino relacionadas con la radiación, como el cáncer de tiroides. La lluvia radiactiva que caía los domingos por la mañana sobre Semipalatinsk no era el único peligro.

Los radioisótopos que cubrieron la estepa cercana al polígono acabaron en el estómago de los habitantes, al beber leche de animales que habían pastado en lugares contaminados. La bebida nacional, la leche de yegua, el kumis, se convirtió durante un tiempo en un veneno.

En 1957, los militares construyeron el llamado Dispensario número 4, una instalación médica que, oficialmente, iba a combatir enfermedades como la brucelosis y la tuberculosis en el entorno de Semipalatinsk pero que, en realidad, nació para estudiar en secreto los efectos de la radiactividad sobre la población. Los habitantes de los pueblos próximos al polígono se convirtieron en cobayas humanas.

Los estudios científicos de la época hablan de una mayor incidencia de tumores de esófago, estómago e hígado hasta 1970, y de otro pico de cánceres de pulmón, mama y tiroides a partir de 1980.

Según los últimos estudios elaborados por científicos japoneses y kazajos, la incidencia de tumores en la región es hasta un 30% más alta que en otras zonas del país. Sin embargo, no es fácil vincular todas estas dolencias a la radiactividad del campo de pruebas atómico.

Un lugar "deshabitado"

Semipalatinsk no era precisamente el orgullo de la URSS, sino un lugar lo suficientemente duro como para que el zar de Rusia, Nicolás I, lo escogiera para desterrar allí al escritor disidente Fiódor Dostoyevski en 1854.

Cuando la URSS lanzó su primera bomba atómica, dando el pistoletazo de salida a la Guerra Fría, en agosto de 1949, los pueblos de esta estepa kazaja sufrían los rigores del clima extremo, la falta de higiene y la carencia de alimentos y agua potable.

Eran pocos, aislados y hambrientos, pero existían, aunque las autoridades soviéticas lo ocultasen. Cuando en 1947 el jefe del proyecto soviético para obtener la bomba atómica, Lavrenti Beria, escogió Semipalatinsk para ensayar las cabezas nucleares, aseguró que era una región "deshabitada". Pero en su entorno vivían unas 700.000 personas.

Muchos de los que quedan llevan en sus genes la marca de las bombas atómicas. La proporción de mutaciones en el ADN de los habitantes de Semey duplica la detectable en otras comarcas apartadas del polígono, según un estudio dirigido por el genetista Yuri Dubrova y publicado en 2002 en la revista Science.

El investigador, que trabaja en la Universidad de Leicester (Reino Unido), ha estudiado las tasas de estas mutaciones en Semey y en Chernóbil, la ciudad ucraniana que sufrió el peor accidente nuclear de la historia en 1986. "Los incrementos en la tasa de mutaciones son similares en ambos lugares", explica Dubrova, aunque sostiene que todavía falta información estadística para comparar ambas situaciones.

Para el genetista, la principal causa de estas transformaciones del ADN se encuentra en la lluvia radiactiva originada por cuatro bombas atómicas que fueron lanzadas sobre la estepa entre 1949 y 1956. A partir de los años 60, la mayor parte de los ensayos se llevó a cabo bajo tierra. "Desde entonces, cuando cesaron las pruebas en la atmósfera, la situación radiológica ha mejorado de manera drástica, y creo que volverá a la normalidad", opina.

Semey, como dice Dubrova, está a punto de despertar de su pesadilla. El año pasado, el director del Centro Nacional de la Energía Nuclear de Kazajistán, Kairat Kadirzanov, anunció que el 80% de los 18.000 kilómetros cuadrados del polígono podrán volver a dedicarse a la agricultura a partir de 2012.

Y propuso convertir las antiguas instalaciones militares libres de radiación, cercanas al pueblo bautizado Kurchatov en honor al padre de la bomba atómica soviética, en un museo al aire libre.

Sin embargo, para la investigadora kazaja Togzhan Kassenova, de la Universidad de Georgia (EEUU), el único homenaje posible a las víctimas de Semipalatinsk es que "jamás se vuelva a llevar a cabo un ensayo de bombas nucleares en el mundo. Ni en Semey, ni en el desierto de Nevada, ni en la Polinesia Francesa..."

El primer movimiento antinuclear de la URSS consiguió reunir dos millones de firmas

Casi 20 años después del último ensayo nuclear, Semey está volviendo a la normalidad. Junto a la nueva capital, Astana, y la antigua, Almaty, es una de las ciudades más modernas de Kazajistán.

En febrero de 1989, fue el lugar de nacimiento de uno de los primeros movimientos antinucleares de la Unión Soviética: el grupo Nevada Semipalatinsk, liderado por el poeta kazajo Olzhas Suleimenov.

En sólo dos días, los pacifistas lograron reunir, en los estertores de la dictadura comunista, dos millones de firmas para cerrar el polígono militar, situado a unos 100 kilómetros de la ciudad.

Durante semanas, los que se atrevieron a protestar contra los ensayos atómicos se pasearon por Semey, bajo la gran estatua de Lenin que presidía la plaza, y ante la casa de madera en la que estuvo exiliado Dostoyevski, todavía en pie y hoy reconvertida en museo.

Tras la independencia de Kazajistán, el propio presidente Nursultan Nazarbayev apoyó el desarme nuclear y cerró el polígono a finales de 1991.

En 2002, Nazarbayev inauguró un conmovedor monumento a las víctimas en las afueras de la ciudad: una especie de monolito de piedra negra en cuyo interior aparece tallado un hongo nuclear. Al pie del monumento, una mujer protege con su cuerpo a su hijo de la explosión atómica.

No es la única novedad en Semey. Uno de los puentes colgantes más largos del mundo cruza ahora el río Irtish. El multimillonario proyecto fue posible gracias a fondos japoneses. Ambos países están prácticamente hermanados, porque sobre ambos han caído bombas atómicas.

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