Como con todos los momentos históricos siempre recordaremos dónde estábamos cuando recibimos la noticia de la muerte de Steve Jobs. Yo salía de mi casa en Nueva York, me acababa de montar en el coche que me llevaba al evento de lanzamiento de la guía Zagat 2012, y tras hacer check-in en FourSquare, Twitter me sorprende con la noticia; eran las ocho menos veinte de la noche.
Crucé Central Park por la calle 59 y con los ojos húmedos bajé la ventanilla mientras la tienda de Apple de la Quinta Avenida se convertía en un mausoleo, en una pirámide cúbica del siglo XXI. Me vinieron a la memoria todas y cada una de las anécdotas personales que de Steve Jobs recuerdo. Aquí están algunas de ellas.
Uno de los arquitectos que trabajaron en esa tienda insignia de la Quinta Avenida de Nueva York, frustrado con la obsesión del genio, me contaba cómo tuvo que reemplazar toneladas de granito que decoran el círculo de la planta principal pues su color no era el que Steve había pedido, similar al aluminio de los Macs.
El responsable de Google Mobile en 2007 me contaba cómo Steve le llamó un domingo por la mañana para decirle que el logo de Google en la aplicación de Google Maps del iPhone contaminaba demasiado la experiencia de usuario y había que hacerlo monocromático.
La agencia que prepara las presentaciones de los lanzamientos de Apple me confesaba recientemente cómo Steve se gastaba cientos de miles de dólares en hacer tres versiones distintas de la presentación, que luego él personalmente mezclaba y ensayaba.
Uno de los responsables de diseño del iMac me hablaba del empeño de Steve por que la manzana que ves al encender el ordenador por primera vez nada más comprarlo tenía que ser del mismo tamaño que el logo grabado en el marco de aluminio del ordenador.
La que fuera responsable de Marketing para Apple me contaba cómo Steve llevaba años planificando la nueva sede corporativa y, sobre todo, cientos de albaricoques autóctonos que había encargado personalmente hacía 20 años.
Pero la que con más cariño recuerdo fue cuando recién llegado a EE UU hace cuatro años, después de una reunión en Apple nos quedamos a comer en la cafetería del campus de Cupertino. Incrédulo de quién tenía delante en la cola para pagar compruebo, por su atuendo inconfundible, que se trataba de Steve Jobs. Después de saludarle y charlar unos minutos, le pedí una foto juntos y me la negó. Estaba ya visiblemente muy desmejorado.
De todas sus genialidades me quedo con la comunicación. Siempre será para mí un maestro de cómo destilar el caótico devenir del pensamiento para extraer lo esencial y comunicarlo de manera sencilla y eficaz. Es esa capacidad de síntesis la que le ha permitido crear productos revolucionarios utilizados por cientos de millones de personas. Si fuésemos capaces de concentrarnos en lo importante como él ha sabido hacer, podríamos todos hacer la mella en el universo que Steve Jobs ha conseguido.
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