En 2010, un conflicto en Honduras inflamó la tensión entre Estados Unidos y la Unión Soviética hasta el punto de declararse técnicamente un estado de guerra. La portada de la revista Time ilustraba la delicada coyuntura con las efigies de ambos líderes mundiales bajo una sencilla pregunta que reflejaba la gravedad del momento: "War?" ("¿Guerra?").
Por supuesto, lo anterior no ha ocurrido, ni ocurrirá, salvo una más que improbable resurrección de la URSS, desmantelada en 1991. Pero una pista de que se trataba sólo de una ficción se revela en las imágenes que aparecían en la falsa portada de Time: los rostros del presidente de EEUU y del premier soviético no eran otros que los de Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick, dos cerebros que, a dúo y en doble versión para papel y pantalla, pulieron la mejor obra de ciencia ficción del siglo XX: 2001: Una odisea del espacio.
Con su largometraje de 1968, Kubrick dio por saldado su interés en el origen del hombre y la vida extraterrestre. No así Clarke; el visionario físico y escritor se dio tres oportunidades más para envolver en papel los paquetes conceptuales de 2001 y atar el lazo de su particular cosmología. No cabe comparación posible de las secuelas con su magistral precursora, pero tampoco Peter Hyams aspiró a suplantar a Kubrick cuando filmó la continuación, sobre un guión confeccionado en estrecha colaboración con Clarke.
La tentación de predecir
El escritor tenía un propósito más con el cierre de su saga: completar su cuadro de predicciones tecnológicas y sociales para el futuro, algo tan tentador para todo autor del género como para el lector lo es revisar los pronósticos cuando vencen sus fechas. Llegado 2010, Clarke y Hyams pasan examen. Y la primera, en la frente: fue 2010, Odisea dos, publicada en 1982 y estrenada en 1984, la que contenía el fallido vaticinio de conflicto entre EEUU y la URSS.
Obviamente, no es el único pronóstico que podría sacarle los colores a Clarke si no hubiera fallecido dos años antes de este 2010: los viajes interplanetarios, las bases lunares, los computadores cuasihumanos, la propulsión nuclear, la hibernación, el contacto con seres de otros mundos... En fin, prácticamente nada de su universo se ha hecho realidad.
Siendo justos, el desatino sobre el amago de Tercera Guerra Mundial no es achacable a Clarke; sólo figura en la versión en pantalla. Pero incluso este caso ejemplifica el espíritu que animaba el ejercicio predictivo del escritor: la conquista de metas no tiene límites en la tecnología, sino sólo en la capacidad humana. El autor lo formuló con otras palabras en su famosa Tercera Ley: "Toda tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia". En 2010, la obcecación humana se solventa gracias a la intervención de una inteligencia superior. Aparentemente, magia.
Este optimismo es sello de la imaginación creativa de Clarke. Al contrario que otros autores que dibujaron un mundo tecnificado, pero para quienes esto proyectaba sobre el futuro una sombra de amenaza distopías como Nosotros, de Yevgeny Zamyatin, o Un mundo feliz, de Aldous Huxley, sin olvidar la vigilancia tecnológica orwelliana de 1984 o, en el cine, la ópera prima de George Lucas, THX 1138, Clarke se situó del lado de la utopía: el avance científico y técnico siempre conduce al progreso, sólo condicionado por sus artífices humanos, entusiastas y voluntariosos, pero aún en su infancia evolutiva.
El monolito
Para sustanciar este brillante futuro tecnológico en un demiurgo menos falible y finito que el hombre, Clarke inventó el monolito, protagonista silencioso de la saga. En realidad, fue una idea de Kubrick; Clarke quería un tetraedro, menos fotogénico. El TMA (siglas en inglés de Anomalía Magnética de Tycho, el cráter lunar en el que se descubre) es el epítome de una inteligencia extraterrestre que moldea el cosmos a su antojo, dirigiendo la evolución humana en 2001, o, en 2010, creando un hábitat planetario para un nuevo torrente de vida y, de rebote, disipando la tensión bélica que habían creado los terrícolas. El error humano presta la ocasión para que la sabiduría de una supercivilización hermane a los enemigos en una nueva conciencia de especie.
En cierto modo, el monolito se convierte así en un seguro contra predicciones erradas. Porque más que reflejar lo que la humanidad lograría en el futuro, Clarke quiso plasmar lo que habría podido lograr si... Esto se revela en el prólogo a 2010; a principios de los ochenta ya era más que evidente que la tendencia tecnológica había echado por tierra las primeras previsiones del autor. Pero este escribió que el escenario de 2001 se habría materializado si los fondos desviados a la guerra de Vietnam con el cerrojazo de la carrera espacial se hubieran lanzado a la frontera del cosmos.
Atinase o no, Clarke tenía razón en todo. Sólo que el monolito nunca apareció.
Naves interplanetariasPocas esperanzas de abandonar esta roca
A nadie se le escapa que el gran cuello de botella para el salto del ser humano más allá de la gravedad terrestre es el vehículo. Sin embargo, algunos –especialmente quienes apoyan la teoría de la conspiración lunar– sí parecen ignorar el sencillo motivo por el que el salto aún no se ha producido: dinero.
En plena ebullición de la carrera espacial, John F. Kennedy prácticamente firmó un cheque en blanco a la NASA: en 1966, los fondos de la agencia espacial tocaron techo con un 5,5% del presupuesto federal, según datos de la Casa Blanca. Con la conquista lunar en julio de 1969, el científico Wernher von Braun, artífice del cohete Saturno V que puso al hombre allí, declaró que la gesta era “igual de importante que el momento de la evolución en que la vida acuática se arrastró a tierra firme”. Enardecido por el éxito, el ex nazi pensó que aquello era sólo el principio, y presentó al Congreso un programa que llevaría colonos a la Luna y pioneros a Marte antes de 1990.
Pero Von Braun se equivocaba: no era el principio, sino el fin. La pérdida de interés público y la entrada de EEUU en el avispero de Vietnam fueron claves para que el presidente Nixon desinflara las arcas de la NASA hasta caer por debajo del 1% a finales de los setenta. La exploración tripulada quedó reducida al transbordador espacial, válido sólo para la órbita terrestre. En 2009, la NASA recibió un magro 0,55% del presupuesto federal.
Von Braun y otros expertos predicaron que el salto al espacio requería una revolución tecnológica desde los cohetes convencionales. En su nave ficticia con destino a Júpiter, la Alexei Leonov, el autor de 2010 instaló un Propulsor Sakharov, basado en la idea del físico y disidente ruso y que empleaba un reactor de fusión nuclear para calentar y expulsar el propelente, hidrógeno o amoniaco.
Estadounidenses y soviéticos han tanteado la propulsión espacial termonuclear. En los sesenta, la NASA lanzó el proyecto NERVA (siglas en inglés de Motor Nuclear para Aplicación en Vehículos de Cohetes), concebido para vuelos interplanetarios. Pero el recelo público y los tratados de no proliferación llevaron a su cierre en 1972. Más recientemente, otros proyectos en EEUU como el Prometeo rescataron cierto interés por estas tecnologías. La apuesta más firme es la del Gobierno ruso, que acaba de asignar casi 12 millones de euros a un proyecto de este tipo. La europea ESA no tiene planes en este campo.
Humanos en el espacio
Ni se sabe cuán aptos, ni para qué riesgosLa bisoñez del ser humano como viajero espacial es otro gran obstáculo. Ni siquiera los expertos, en centros como el Instituto de Problemas Biomédicos de Moscú, el Instituto Nacional de Investigación Biomédica Espacial de Houston (EEUU), o el MEDES francés, creen que se haya dicho la última palabra sobre cuál es la magnitud real de los riesgos a los que se enfrenta el organismo fuera del abrigo terrestre. Incluso la convivencia forzosa es un problema: el proyecto Mars 500, actualmente en marcha cerca de Moscú, simula la reclusión de un viaje a Marte durante 500 días –tiempo estimado de una misión real– para observar el impacto fisiológico y psicológico del aislamiento en un grupo de voluntarios cualificados.
A falta de naves más rápidas, Marte pone techo a la duración aceptable para una misión tripulada, a no ser que se invente un método para hibernar a los ocupantes. Como otros autores de ciencia ficción, Clarke incluyó en su obra la hibernación por hipotermia, un método aún lejos del alcance de la ciencia. El investigador Mark Roth, del Centro de Investigación del Cáncer Fred Hutchinson en Seattle (EEUU), ha logrado inducir hibernación reversible en animales con sulfuro de hidrógeno. Roth quiere experimentarlo en humanos.
A las largas travesías se superponen los peligros de vivir en el espacio en ausencia de gravedad. Esta cuestión se ha estudiado intensamente gracias a las prolongadas estancias de astronautas y cosmonautas en órbita. Los datos muestran varios daños, como pérdida de masa ósea y muscular, anemia, atrofia inmunitaria o cálculos renales. A largo plazo, los efectos podrían ser graves; el neurólogo del CSIC Javier de Felipe cree que un bebé criado en ingravidez “jamás podría andar”, y que su cerebro “maduraría de distinta forma”.
Para evitarlo, los científicos acarician la idea de simular artificialmente la gravedad terrestre. La manera más simple, fuerza centrífuga por rotación, fue aplicada por Clarke en la estación orbital de tránsito que aparece en 2001 y en las naves Discovery One y Alexei Leonov; en esta última, sólo en la película, tal vez para facilitar el rodaje con los actores. Por si fuera poco, los expertos advierten de que la amenaza más letal, al menos de las ya identificadas, es la radiación. También la más desconocida: no se sabe cuánta dosis sería admisible, y el experto de la NASA Frank Cucinotta advierte: “Un escudo no es la solución”. Con tales perspectivas, ¿quién se ofrece voluntario?
Vida alienígena
Si hay alguien ahí fuera, prefiere no hacer comentarios
La saga de Clarke sigue la estela de un concepto muy arraigado en la cultura popular del siglo XX: la idea del primer contacto con seres extraterrestres, que tarde o temprano se dejarían ver. En 2001, Clarke y Kubrick atrasan ese primer encuentro a los ancestros humanos sin posibilidad de dejar constancia de ello. El contacto en la era moderna es indirecto, a través de los monolitos, pues los alienígenas que los construyeron hace milenios que optaron por la inmortalidad cargándose a sí mismos en computadoras y más tarde desliéndose en energía pura. En 2010, se manifiestan a los humanos para alejarlos de Europa, el satélite de Júpiter donde han decidido catalizar la evolución biológica de los microbios presentes allí.
Sobra mencionar que la realidad en el verdadero 2010 es más aburrida. Pero Clarke plasmaba posibilidad más que realidad: Europa, con un probable océano interior, es para los científicos un candidato a albergar vida microscópica, como lo son Encélado o Titán, lunas de Saturno, planeta que era el escenario original en la novela 2001.
Los últimos hallazgos en Marte, como agua por doquier y compuestos energéticos, han reavivado la teoría de que pudo albergar vida abundante en tiempos más húmedos, y de que aún podría cobijar microbios resistentes parecidos a algunos terrestres. Pero para más pruebas hará falta más dinero.
Computación
Los ordenadores matan, pero sólo a marcianos y zombies
El supervillano psicópata más incorpóreo de la historia, el computador HAL 9000, hoy parece una webcam obsoleta. Quizá haya que apuntar esta anticipación en el haber de Clarke y Kubrick, pero lo cierto es que, a fecha de 2010, el rumbo de la tecnología informática parece haber tomado derroteros distintos a los de la ficción clásica.
Con independencia del futuro éxito de la inteligencia artificial –algo que los expertos presumen, aunque difieran en la previsión de fechas–, todo el concepto de HAL parece anclado en su época: un computador inmenso que sólo su creador sabe programar y que está dedicado en cuerpo y alma, o en hardware y software, al trabajo, salvo por la ocasional partida de ajedrez para relajar los circuitos.
Como otras proyecciones tecnológicas de su tiempo, la obra de Clarke no predijo la miniaturización. Pero, sobre todo, no hubiera sido fácil entonces prever el fenómeno 2.0 –redes colaborativas, software libre, código abierto y P2P– ni el rumbo de la computación hacia el ocio, con las redes sociales o los videojuegos. Al menos, 2001 acertó al usar retroproyección para simular pantallas planas. Una innovación que, sin embargo, se perdía en 2010, para retroceder al tubo catódico con una calidad de gráficos que hoy hace sonreír.
El ascensor espacial, la gran apuesta de Clarke
El autor británico destacó por predecir los satélites de comunicaciones en órbita geoestacionaria –sincronizados con la rotación terrestre–. Pero su aportación más notable fue el ascensor espacial. La idea aparece en su novela ‘Fuentes del paraíso’ y en la cuarta y última entrega de la serie ‘Odisea’, ‘3001’. Se trata de una cabina que ascendería por un cable hasta la órbita estacionaria. En ‘3001’, los terrícolas vencen el obstáculo de la resistencia que requiere el material fabricándolo con diamante, que se encuentra en abundancia en el sistema de Júpiter.
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