Lo que sigue son unos fragmentos del libro de Clive Thompson Smarter Than You Think: How Technology Is Changing Our Minds for the Better, que acaba de publicar Penguin Press.
¿Está acabando internet con nuestra capacidad de recordar datos? Si alguna vez se ha lanzado a su smartphone durante una discusión de bar (“Cantante que solo tuvo un éxito y hoy es el padre de una estrella del pop que hace bailes obscenos”, ¡Billy Ray Cyrus!), entonces seguro que siente un persistente temor a estar perdiendo la memoria. Y, seamos sinceros, a medida que surjan herramientas de búsqueda cada vez más alucinantes y poderosas --desde el Watson que juega a Jeopardy! de IBM hasta la “búsqueda predictiva” de Google Now--, esa inquietud no va a hacer más que aumentar.
¿Es verdad? ¿Cada vez que echamos mano al ratón porque se nos han olvidado los ingredientes del Tom Collins o la capital de Arkansas estamos perdiendo la capacidad de retener conocimientos?
La respuesta rápida es que no. Las máquinas no están destrozando nuestra memoria.
La respuesta más larga es que ¡se trata de algo muchísimo más extraño!
Lo que sucede en realidad es que hemos empezado a adaptar las máquinas a una vieja técnica que desarrollamos hace miles de años, la “memoria transactiva”. Es decir, el arte de almacenar información en las personas que nos rodean. Hemos empezado a tratar los motores de búsqueda, Evernote y los smartphones como siempre hemos tratado a nuestros cónyuges, amigos y colegas. Son los cómodos dispositivos que utilizamos para compensar nuestra escasa capacidad de recordar detalles.
Porque, francamente, a nuestro cerebro siempre se le ha dado muy mal recordar detalles. Sabemos retener la información esencial. ¿Pero los datos concretos y engorrosos? No tanto. En un estudio de 1990, mucho antes de que las redes corroyeran nuestras mentes como se piensa, el psicólogo Walter Kintsch llevó a cabo un experimento en el que los sujetos leían varias frases. Cuando les preguntaba 40 minutos después, solían poder de recordar las frases al pie de la letra. Cuatro días después, eran totalmente incapaces de recordar la formulación exacta de la frase, pero aún sabían describir su significado.
La excepción es cuando alguien está obsesionado con un tema. Si una persona es muy aficionada a algo concreto --fútbol, la Guerra de Secesión, Pokémon--, suele tener gran facilidad para absorber y retener detalles. Cuando uno es experto en algo, no le cuesta nada aprender datos nuevos sobre la materia. Pero eso solo pasa con cosas que nos apasionan. Los aficionados al béisbol pueden recitar las estadísticas de sus jugadores favoritos y en cambio olvidar cuándo es su propio cumpleaños.
La humanidad, pues, siempre ha recurrido a dispositivos para averiguar esos detalles. Hace mucho que almacenamos conocimiento en libros, papeles, notas de Post-it.
¿Y cuándo necesitamos obtener información sobre la marcha, en cualquier momento y a toda velocidad? Entonces no utilizamos documentos tanto como creemos. No, recurrimos a algo mucho más inmediato: otras personas.
El psicólogo de Harvard Daniel Wegner y sus colegas Ralph Erber y Paula Raymond iniciaron el estudio sistemático de la “memoria transactiva” en los años ochenta. Wegner se dio cuenta de que los cónyuges, muchas veces, se reparten las tareas. El marido se sabe los cumpleaños de los familiares políticos y dónde están las bombillas de repuesto; la mujer, el número de la cuenta bancaria y cómo programar el DVD. Si se le pregunta al marido el número de cuenta, se encoge de hombros. Si se le pregunta a la mujer cuándo cumple años su cuñada, nunca se acuerda. Juntos, saben mucho. Por separado, un poco menos.
Wegner sospechó que ese reparto de tareas se produce porque tenemos una buena “metamemoria”. Somos conscientes de nuestras cualidades y limitaciones mentales podemos intuir la capacidad de recordar de otras personas. Después de mucho tiempo con un colega o una pareja, sabemos que, mientras que nosotros no conseguimos recordar la hora de nuestra reunión, o una noticia, o cuánto mide un kilómetro en relación con una milla, ellos sí. A unos les encanta el tema X; a otros, el tema Y. Así que cada uno empieza a delegar subconscientemente la tarea de recordar esos datos en el otro, a tratarlos como si fueran un cuaderno de notas o una enciclopedia, y ellos hacen lo mismo. En muchos aspectos, indicó Wegner, las personas son mejores que los cuadernos y las enciclopedias, porque responden con mucha más rapidez: no hay más que gritar una pregunta vagamente formulada al cubículo de al lado (¿Dónde guardamos el cacharro que usamos para ese asunto?) y obtenemos una respuesta en cuestión de segundos. Compartimos el trabajo de recordar, destacó Wegner, porque hace que, como colectivo, seamos más inteligentes.
Los experimentos han corroborado la teoría de Wegner. Un grupo de investigadores estudió a parejas de ancianos que llevaban décadas juntos. Cuando los separaba y les preguntaba de forma individual sobre cosas que habían pasado hacía años, a veces se equivocaban con los detalles. Cuando les preguntaba juntos, los recordaban sin problemas. ¿Por qué? Porque se daban mutuamente pistas, una forma de despertar los recuerdos del otro. Así recordaba una pareja un espectáculo que habían visto durante su viaje de novios, 40 años antes:
Mujer: Y fuimos a ver dos obras, ¿te acuerdas de cómo se llamaban?
Hombre: Sí. Una era un musical, ¿o lo eran las dos? No… no… una…
Mujer: Actuaba John Hanson en ella.
Hombre: Canción del desierto.
Mujer: Canción del desierto, eso es, no me acordaba del título, pero sí, sabía que actuaba John Hanson.
Hombre: Sí.
En cierto sentido, estaban googleándose uno a otro. Otros experimentos han dado resultados similares. En uno de ellos, se enseñaba a unas personas a hacer una cosa difícil --montar una radio-- y se les examinaba una semana después. Los que habían aprendido en grupo y se examinaban con ese mismo grupo lo hacían mucho mejor que los que trabajaban a solas; juntos, recordaban más detalles y cometían menos errores. En 2009, unos investigadores observaron a 209 estudiantes universitarios en un curso de empresa, divididos en pequeños grupos para llevar a cabo un proyecto semestral. Los grupos que más utilizaban la memoria transactiva --es decir, los grupos cuyos miembros más recurrían unos a otros para recordar información-- sacaron mejor nota que los que no la empleaban. No es solo que los grupos trasactivos recuerden mejor: es que además analizan mejor los problemas y comprenden mejor sus principios fundamentales.
No recordamos de forma aislada, y eso está muy bien. “Simplemente, parece que grabamos tantos datos fuera de nuestra mente como dentro de ella”, escribe Wegner. “Las parejas que pueden recordar cosas de forma transactiva ofrecen a los individuos que la componen una capacidad de almacenamiento y acceso a una variedad mucho más amplia de informaciones que en caso contrario”. Estamos, según la deliciosa definición de Wegner, ante “los procesos mentales de la díada íntima”.
Y resulta que eso mismo es lo que hacemos con Google, Evernote y las demás herramientas digitales. Las tratamos como a unos amigos de memoria alucinante y que suelen estar a nuestra disposición. Nuestra “díada íntima” incluye hoy un cerebro de silicio.
Hace poco, una alumna de Wegner --la científica de la Universidad de Columbia Betsy Sparrow-- llevó a cabo varios experimentos que están entre los primeros que demuestran esta tendencia. Ofreció a sus sujetos frases con datos aleatorios (como “El ojo de un avestruz es más grande que su cerebro”, o “El transbordador espacial Columbia se desintegró al entrar en la atmósfera sobre Texas en febrero de 2003”) y les dijo que las escribieran en un ordenador. En algunos casos, les dijo claramente que la información no se iba a guardar. En otros, la pantalla les decía que se había guardado en una de cinco carpetas con nombres poco significativos, como DATOS, ASUNTOS o PUNTOS. Cuando Sparrow examinó a los estudiantes, los que sabían que el ordenador había guardado la información, en general, la recordaban peor que los que creían que los datos no se habían guardado. Es decir, si sabemos que una herramienta digital va a recordar un dato, es algo menos probable que lo recordemos.
Sin embargo, estamos bastante seguros de dónde podemos encontrar ese dato dentro del ordenador. Cuando Sparrow pidió a los estudiantes que recordaran si un dato se había guardado o se había borrado, se acordaban mejor de los casos en los que el dato se había guardado en una carpeta. Como explicó en un ensayo para Science, “pensar que uno no va a tener acceso a la información en el futuro refuerza la capacidad de recordar la información en sí, mientras que creer que la información se ha guardado en otro sitio refuerza la capacidad de recordar que es posible acceder a ella”. Cada situación refuerza un tipo diferente de memoria. Otro experimento llegó a la conclusión de que a los sujetos se les daba verdaderamente bien recordar los nombres concretos de las carpetas que contenían el dato exacto, pese a que los nombres de las carpetas eran de lo más anodino.
“Igual que mediante la memoria transactiva aprendemos quién sabe qué en nuestra familia y en nuestra oficina, estamos aprendiendo lo que ‘sabe’ el ordenador y cuándo debemos acudir al sitio en el que hemos almacenado la información en nuestras memorias informáticas”, escribió Sparrow.
Podría decirse que eso es precisamente lo que más miedo nos da: ¡nuestra capacidad mental está disminuyendo! Pero, como de indicó Sparrow cuando hablamos sobre su trabajo, ese pánico es exagerado. Llevamos siglos almacenando una gran parte de lo “sabemos” en las personas que nos rodean. No solemos ser conscientes de ello porque preferimos vernos como unos cerebros aislados y cartesianos. A los novelistas, en especial, les encanta ensalzar las glorias de la mente solitaria; es lógico, dado que su trabajo les exige estar sentados a solas en una habitación durante años y años. Pero los demás, en general, pensamos y recordamos de manera social. Somos más tontos y tenemos una mente menos ágil si no estamos con otras personas; y ahora, otras máquinas.
De hecho, como interlocutores transactivos, las máquinas tienen varias ventajas sobre los humanos. Por ejemplo, si les hacemos una pregunta, podemos acabar obteniendo mucha más información de la que creíamos. Si estoy tratando de recordar qué parte de Pakistán ha sido blanco de toneladas de bombas arrojadas por aviones no tripulados y le pregunto a un colega informado sobre los asuntos internacionales, me contestará que “Waziristán”. Pero cuando hice la pregunta en internet, me enviaron a la página de Wikipedia sobre “Ataques con aviones no tripulados en Pakistán”. Acabé leyendo sobre el asombroso aumento de los ataques con aviones no tripulados (de uno al año a 122 al año) y varias informaciones muy interesantes sobre la sorprendente división de opiniones entre los residentes de Waziristán. Es evidente que era una forma de perder tiempo --pasé alrededor de 15 minutos echando un vistazo a distintos artículos de Wikipedia sobre tamas relacionados--, pero también aprendí más cosas y mejoré mis conocimientos generales y “esquemáticos” sobre Pakistán.
Imaginemos que mi colega se hubiera comportado como un motor de búsqueda y me hubiera dado una conferencia de cinco minutos sobre Waziristán. Lo más probable es que yo le hubiera interrumpido bruscamente. “¡Venga, tío!, que tengo que volver al trabajo”. Cuando las personas nos sueltan información sin que se la hayamos pedido, resultan hasta groseros. Cuando lo hacen las máquinas, resultan fascinantes. Y hay muchas oportunidades de comprobarlo. Se podría pensar que los motores de búsqueda se utilizan sobre todo para responder preguntas, pero algunas investigaciones han descubierto que hasta el 40% de todas las búsquedas son para recordar. Estamos intentando refrescar los detalles de algo que ya sabíamos.
Si utilizar el ordenador para despertar la memoria transactiva tiene algo de peligroso, no es que nos vaya a volver más tontos o más desmemoriados. Es que su mecánica es inescrutable. La memoria transactiva es más eficaz cuando una persona sabe cómo funciona la mente de su interlocutor: qué se le da bien, qué se le da mal, si tienen algún prejuicio. Son cosas que es posible saber de la gente a la que conocemos bien. Pero con las herramientas digitales es más difícil, sobre todo con los motores de búsqueda. Son empresas privadas que protegen sus algoritmos como si fueran las joyas de la corona. Y en ese sentido son distintas a todas las formas anteriores de memoria transactiva mecánica. Una biblioteca pública, un cuaderno, un montón de papeles, no guardan secretos intencionados sobre sus mecanismos. Un motor de búsqueda sí, y muchos. Necesitamos aprender sobre estas herramientas del mismo modo que enseñamos a los niños a leer y escribir; tenemos que ser escépticos cuando las empresas de búsqueda aseguran que son árbitros “imparciales” de la información.
Además, la memoria transactiva no es un cheque en blanco cognitivo. Alumnos de bachillerato, lo siento por vosotros: seguís teniendo que aprenderos de memoria montañas de datos, por razones cívicas, culturales y prácticas, porque una sociedad necesita bases comunes de conocimientos. Y, a nivel personal, porque sigue siendo importante estudiar despacio y aprender a fondo los temas, entre otras cosas, porque el pensamiento creativo --los hallazgos más innovadores-- nace de una reflexión profunda y a menudo inconsciente, la labor del cerebro que da vueltas a todas las informaciones que ha absorbido.
Ahora bien, dejemos de preocuparnos por que el iPhone nos vaya a arrebatar la memoria de nuestro cerebro. Hace tiempo que la memoria no está ahí y, sin embargo, sigue a nuestro alrededor.
Clive Thompson es desde hace muchos años colaborador de The New York Times Magazine y columnista en Wired. Es autor de Smarter Than You Think: How Technology Is Changing Our Minds for the Better.
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