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2011/03/11

El peor restaurante del mundo

Uno de los aspectos más estudiados en cualquier escuela de márketing y negocios es la calidad. Se define como la percepción que tiene el consumidor sobre un producto o servicio y por tanto, en un principio, puede resultar un concepto eminentemente subjetivo.
Sin embargo, muchos eruditos en la materia no dudan en afirmar que la calidad debe y puede objetivizarse y para ello es necesario relacionarla con otro concepto cuantificable como es el precio. De esta manera, un producto o servicio puede ser de precio alto, pero tener una excelente calidad porque sus condiciones de uso son superiores a las que el cliente espera recibir por ese precio. De igual modo, un producto de precio bajo, no siempre es sinónimo de baja calidad y puede llegar a sorprendernos.
Conviene hacer estas matizaciones para entrar de lleno en la historia que recuperamos hoy de la red gracias al agregador de noticias Menéame. Se trata de una afilada reseña firmada por Adrian Anthony Gill en la prestigiosa revista Vanity Fair sobre L'Ami Louis, un establecimiento parisino, muy popular entre americanos e ingleses, en el que almorzó y pagó una cuenta de 290 euros. Su percepción de calidad no fue precisamente la mejor: acabó calificándolo como «el peor restaurante del mundo».
Quizá el origen escocés de este crítico gastronómico, explique en parte la especial acidez con la que comienza su texto: «Desde Bill Clinton hasta Woody Allen, parece que todos los americanos (o británicos) que visitan París, tienen una cuenta cara en este lugar favorito».
Entre las lindezas que el autor dedica al restaurante en su prolífica crónica, encontramos algunas como:
- «Te da la sensación de ir en un ferrocarril de segunda clase en los Balcanes. Está pintado en un brillante y angustioso marrón estiércol. Al fondo del comedor está la pequeña cocina y el bar, aún más pequeño, donde se esconden los camareros como extras de una versión gala de Los Soprano».
- «La bodega está detrás de los lavabos, en una cripta que huele a vertido fétido de vejiga».
- «En todos los años que llevo comiendo de forma profesional, nunca, nunca, un camarero se había compadecido de mí porque no me habían servido».
- «Los riñones en brocheta se habían fundido hasta formar una especie de ladrillo renal».
- «El hígado se deshace bajo el cuchillo como si fuera masilla de plomero y sabe ligeramente a mantequilla con aroma intestinal o al resultado de una liposucción».
- «Veinte minutos después, probablemente por sus propios medios, llegan los caracoles». «Veinte minutos después, nos quitan los platos». «Veinte minutos después, llegan los platos principales, o más bien, el de mi acompañante: una chuleta demasiado hecha por un lado y demasiado poco por el otro», por lo que ella «no sabe de qué lado quejarse».
- «El aperitivo de foie-gras costaba 58 euros; una copa de vino de la casa, 13,5 euros. Y la cuenta final para dos personas, 290 euros. No es la comida más cara de París, pero en términos de calidad, servicio, atmósfera y todo el valor de lo que se come en general, está muy lejos del peor lado de la escalera».
Dicho todo esto, parece que no es el sitio más indicado para encontrar las «bes» sagradas que buscamos los turistas que llegan a una ciudad. Ni bueno, ni bonito, ni barato.

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