Jon Lee Anderson no duda. Cuando se le pregunta si existe una forma óptima para contar el horror, responde: «La crónica es la mejor forma. Una publicación mexicana me pidió una colaboración y les mandé una crónica de la guerra del Líbano que nunca había salido publicada. Es una crónica del horror. Es muy eficaz. Tú sólo tienes que relatar lo que ves. El horror es la vida cotidiana vuelta patas arriba, con gran injusticia, sin piedad y sin discriminación. La crónica es muy funcional. A mí no me gusta leer historias que me van a deprimir. Lo mejor es llevar al lector de la mano para que viva lo que tú viviste. Y si lo que viviste es el horror, el lector lo vivirá. Esta forma puede dejar una huella mayor, porque el lector puede sentir lo que sentiste. Esto funciona mejor. Lo que uno tiene que buscar es sacudir al lector, incomodarlo, para que sienta que la realidad puede cambiar en un instante, porque aun cuando lo sabemos, vivimos como si ésta fuera inmodificable».
Insiste en esa reflexión: «La gente tiende a olvidar los detalles cuando mira. En Madrid, si te fijas en la Puerta de Alcalá, aún encuentras huellas de balas. Cuando andas por el Arco del Triunfo en París, te olvidas que Hitler caminó por allí y que una buena parte de la población francesa fue cómplice de la ocupación nazi».
Cronista agudo y escritor fascinante, Jon Lee Anderson es un testigo privilegiado y valioso de los acontecimientos de mayor gravitación mundial. Hace más de una década que cubre para la reconocida revista norteamericana «The New Yorker» los conflictos y los personajes que marcan nuestra vida contemporánea. Nacido en Estados Unidos, después de residir durante muchos años en España, vive actualmente en Reino Unido con su esposa y sus tres hijos. Enamorado de América latina, continente que ya forma parte de su vida, puede hablar de las realidades de México o Argentina, de Chile o Brasil con la profundidad de quien lleva años volviendo una y otra vez sobre los grandes temas de la región.
Anderson, autor entre otros libros de una biografía notable sobre el Che Guevara y un imperdible libro de crónicas, «El dictador y otros demonios», asegura en esta entrevista con ABC que en América Latina el periodismo está «lleno de talento. Hay una necesidad de contar historias, quizá porque son sociedades muy orales y sus voces han estado aisladas por mucho tiempo. En todos los países existe la misma emoción y el mismo dinamismo por narrar historias. Quizá el periodismo literario sea la gran novela de nuestro tiempo».
Jon Lee Anderson, reportero creíble y maestro de periodistas, acaba de realizar en Buenos Aires un taller de reportaje organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) fundada por Gabriel García Márquez y dio conferencias en la Patagonia argentina.
De las favelas de Río a las montañas de Afganistán, no hay paisaje en conflicto que Jon Lee Anderson no recorra, sólo porque antes que hablar del miedo de los otros, elige sentirlo en carne propia, como hacen los grandes reporteros.
¿Te sorprende la forma en que la gente se aferra a la normalidad en situaciones de caos?
Hay situaciones de pánico colectivo, cuando por ejemplo se piensa que habrá escasez de alimentos. En lugares donde hay guerras, mucha gente actúa de forma pragmática o histérica. No sé si tiene que ver con el carácter. Yo recuerdo una noche en Bagdad en que cayeron más de 2.000 misiles y bombas enfrente y alrededor de nosotros (los corresponsales de guerra) sobre los palacios e instalaciones militares de la ciudad. Todo volaba a nuestro alrededor. Eso duró horas y horas. Estábamos en un balcón y de pronto miré hacia abajo y vi una familia en la calle. Habían sacado sus sillas de patio y conversaban como si fuera una situación natural. Y al día siguiente, con la ciudad cambiada por las bombas, la gente iba a trabajar y caminaba como si nada hubiera pasado. Es algo siniestro. A pesar de que mi normalidad estaba alterada, yo también tuve que ir casi todos los días a que me atendieran de un dolor de espalda a un hospital totalmente vacío. En situaciones de anormalidad y caos, la rutina es importante porque no tienes otra cosa. Uno se olvida de comer y de tomar agua, porque todo es muerte. Sientes que estás viviendo algo muy grande y tu vida se altera. Entonces los pequeños rituales de la cotidianeidad son importantes.
«La muerte del gladiador»
¿Qué ventajas te da estar allí donde ocurren los hechos, por ejemplo, la guerra?
Ser el primer testigo de la historia, ser testigo en primera instancia del mundo en alteración repentina y dramática, con todo lo que eso puede significar. No es lo mismo leerlo que experimentarlo. No es lo mismo escribir sobre el miedo ajeno que sentirlo tú mismo. Y este tipo de periodismo, de contacto directo, es el que puede sacudir. Paradójicamente vivimos en un mundo inundado de imágenes y de aparente documentación gráfica muy fidedigna de la realidad que ocurre. Sin embargo no lo sentimos. Constatamos que los hechos han ocurrido, pero no sentimos lo que ocurre, porque somos espectadores. Y hasta caemos un poco en el morbo por eso mismo. En 1870 cuando empezó el periodismo de guerra, en Crimea, l as primeras noticias no llegaron de inmediato porque el telégrafo no estaba en el campo de batalla. Sin embargo tuvieron una increíble resonancia. Fueron impresiones que impactaron a más de una generación. Uno lee hoy esas crónicas y se da cuenta de su poder, hecho de economía de palabras, gran descripción. Los reporteros tenían que encajar toda una realidad en una pequeña galaxia de información. Tenían un propósito muy claro. Esas crónicas fueron escritas para que los lectores en Inglaterra sintieran lo que ocurría. Era una tarea heroica. Hoy tenemos CNN y otras cadenas, pero hay cosas que tienen que ser interpretadas. Hacen falta voces honestas que interpreten. No tienen que ser del todo objetivos. Es cierto que nuestra época está cargada de episodios en los que los periodistas tienen gran efecto. Hoy la información es tanta que la gente no siente mucho y hasta hay un poco de cinismo, porque la gente ya no se sorprende por las bombas suicidas. Me gustaría leer alguna crónica que pudiera sorprender a la gente.
¿De qué conflictos te hubiera gustado ser testigo de primera mano?
Yo me crié con la guerra de Vietnam. Pero si tuviera que optar elegiría la Segunda Guerra Mundial, porque en el mundo hay un antes y un después de esa guerra, y sus efectos llegan hasta el día de hoy. De mi tiempo me hubiera gustado cubrir la Revolución Sandinista, porque me tocó cubrir lo que vino después. Y en Argentina la época de la dictadura militar.
¿Qué perfiles de líderes aún tienes pendiente?
En mi lista corta estaría el de Fidel. O sea Fidel con Fidel, porque él es como el gran ausente en la habitación. He escrito mucho sobre Fidel sin Fidel. Primero sería Fidel y luego Raúl Castro. Curiosamente se me ocurre George W. Bush, porque me inspira tanta emoción negativa. Nunca he detestado a un líder tanto como a George W. Bush. Fue tan dañino que me intriga hacerle alguna pregunta.
¿Ni Bin Laden?
Por supuesto que Bin Laden también.
Con la irrupción de internet y sus narrativas, ¿se puede hablar de nuevos géneros periodísticos?
Sí, pero creo que más que géneros hay estilos nuevos y con su multiplicación y su pujanza se van convirtiendo en géneros. Hoy existe una forma de escribir, por ejemplo los blogs, y de leer la noticia rápida que puede ser perspicaz. Lo que tienen en común es la noticia comentada, pero no está reporteada por la gente que escribe. Esto no es el periodismo como lo hemos conocido. No sé dónde irá a parar, pero hace reducir al periodismo de largo aliento y hace crecer la noticia de tipo circo romano, donde el que levanta más el pulgar provoca la noticia: la muerte del gladiador o su supervivencia. Me preocupa un poco. Parece como Gran Hermano. Es como si estuviéramos creando gente que conoce o no conoce las cosas de acuerdo a las reglas de un juego.
O sea que cada vez conocemos más cosas, pero tenemos menos posibilidades de influir sobre ellas
Efectivamente. Eso nos crea más sensación de angustia y tensión, y quizá contribuye mucho al aspecto de «ruido blanco» en nuestra relación con las noticias. Nos protegemos sin importarnos lo que ocurre. Esto es negativo porque nos desensibiliza. Nos volvemos más curtidos, más cínicos. Los chicos lo saben. A los 15 años, mi hijo Max me dijo que internet arrebata la inocencia. Me sentí muy triste al escucharlo. Los chicos se dan cuenta. Por otro lado, yo me esfuerzo en transmitirle que todavía hay un mundo salvaje por explorar, que no todo está arruinado ni todo está en los portales de internet. Que no todo está en Animal Planet o en Discovery Channel. Hay en ellos cierta noción de que no les han dejado nada. Y el mundo virtual ha creado esa sensación. Es como si todo estuviera en todas partes todo el tiempo, como si ya no quedara tierra virgen ni personas por contactar. Pero hay chicos que ya están huyendo. Eso podría crear un nuevo nihilismo en chicos que no sean tan inteligentes para darse cuenta.
Wikileaks y Twitter
A pesar de estas nuevas formas de comunicación, prevalece el relato de los grandes medios de referencia que a su vez pierden lectores en el papel. ¿Cómo se entiende?
Por un lado, es como si en una sala de redacción que antes incluía la secretaria, el ascensorista, el cadete, los editores y los redactores, hoy todos estuvieran mandando artículos a la vez. Es como una torre de Babel, un fenómeno emocionante. Se hace porque se puede y no porque se debe. Entonces no se ha decantado nada. Internet no arroja afuera lo que no sirve. Las cosas siguen allí. Internet tiene 15 años. Y tendrán que pasar quizá otros 15 para que comiencen a decantar las cosas. Hoy todo el mundo vive mirando las pantallas. Vas en un tren y ves a todos enganchados en sus pantallas. Nadie está en el momento. Alguien podría bailar desnudo entre ellos y se lo perderían. Es como un túnel y aún no hemos llegado al final. Nadie sabe qué pasará. Hay excepciones como Wikileaks que crea la noticia, o Twitter en Teherán, donde el mainstream continúa después de la noticia. Pero Twitter no nos explica por qué envilecieron su comportamiento los guardias de Abuh Graib. Y Wikileaks publica los documentos cinco años después que los hechos ocurrieron. Todavía nos aferramos a lo que consideramos fidedigno y confiable.
¿Por qué creés que la ideologización del mundo musulmán es trasladable a América latina?
Lo digo en forma provocadora. El mundo musulmán es hoy un escenario en crisis y muy crispado. Hay una tendencia a ver el mundo en blanco y negro. Es un fenómeno muy preocupante. En América Latina me encuentro con gente que cree en cosas que no les consta. A eso me refiero cuando digo que hay ideologización y sectarismo. Lo veo mucho en Argentina. Cuando hablo, es como si me fiscalizaran. Siento que no hay un debate de rigor, por eso están fuera del debate. Si no están en un grupo gritando consignas, nadie les escucha. Y en parte es por la inmadurez de los procesos políticos. El mundo musulmán y América Latina son dos partes del mundo que conozco mucho. Esa tendencia se parece en ambos lados. Hasta las teorías conspìrativas tienen un efecto.
Los jóvenes que hace tres décadas eran captados por la guerrilla urbana hoy son captados por el narcotráfico. ¿No hay más utopías?
Hace 30 años si eras hijo de un machetero no tenías otra opción que ser machetero como tu padre o subir a las montañas. Pero hoy puedes hacerte rico sin salir de tu barrio, porque el dinero negro del narcotráfico fluye. Ya nadie cree que subiendo a las montañas va a construir una utopía, pero sí creen en que con el dinero podrán hacerlo. La utopía puede ser una casa de tres pisos, o un auto como el del vecino o un chándal Gucci. Lamentablemente las esperanzas de la gente son más mediocres y ellos más cínicos. Ya no creen en el hombre nuevo, pero sí en el dinero. Le echo la culpa, en parte, a que la época democrática en América latina no caló en la gente. Si un chico ve que un ex presidente que fue ladrón no está preso, quiere emularlo porque si hay impunidad, el chico querrá ser impune. Con estas cosas, la sociedad termina siendo sociópata. El hombre nuevo no está en la montaña, sino de compras. Este es el tiempo de los hombres mediocres.
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