En los albores de la era Mesozoica, hace 250 millones de años, la Tierra poseía un único e inmenso continente al que hoy llamamos Pangea (literalmente, toda la Tierra). Sobre sus suelos y bajo sus aguas, de los experimentos evolutivos de miles de millones de años había resultado un claro grupo vencedor: los reptiles. De un único linaje, los arcosaurios, surgían dos familias hermanas a las que hoy denominamos crurotarsi y avemetatarsalia, nombres enrevesados para dos clanes que se reconocen mejor por sus representantes más famosos: cocodrilos, los primeros, y dinosaurios, los segundos.
La batalla de la evolución estaba servida. Hoy conocemos el Mesozoico como la era de los dinosaurios, animales cuya popularidad se ha extendido por todos los rincones de la Tierra con el apoyo de la literatura y el cine. Sin embargo, en el primer asalto del Mesozoico, el período Triásico, cualquier apostante habría depositado sus fichas en la casilla de los crurotarsios. Durante 50 millones de años, el clan de los cocodrilos dominó el planeta. Los había grandes y pequeños, terrestres y acuáticos, depredadores y herbívoros, enormes y diminutos.
Pero de pronto, todo cambió. Una gran extinción por causas aún discutidas diezmó a los crurotarsios, sobre todo a las grandes bestias que no tenían rival en el Triásico. En el nuevo mundo del Jurásico, los cocodrilos habían perdido la guerra. Reducidos a pequeños grupos, no pudieron sino contemplar cómo se alzaba el imperio de los dinosaurios, que se extendería hasta la gran extinción del fin del Cretácico hace 65 millones de años, cuando según la teoría más aceptada, un colosal asteroide se estrelló junto a la península mexicana de Yucatán.
Vencedores y vencidos
Incluso millones de años después, los descendientes de aquellas dos familias en liza reflejan una historia de vencedores y vencidos. Contrariamente a la creencia popular, los dinosaurios no desaparecieron, sino que de ellos eclosionó un linaje de animales que hoy puebla la Tierra en todas las formas, tamaños, colores y estilos de vida: las aves. En cambio, de los cocodrilos apenas queda una veintena de especies, todas ellas cortadas por el mismo patrón anatómico y ecológico, como si la naturaleza no les hubiese dejado otro hueco posible en el que pasar una dorada jubilación evolutiva.Sin embargo, y pese al imbatible atractivo popular de los dinosaurios, la historia de los perdedores no está ni mucho menos escrita en su totalidad. Lo demuestra un fósil hallado en Tanzania y publicado hoy en Nature que explica cómo los derrotados supieron ganarse la supervivencia a pesar de ver sus fuerzas mermadas. La nueva especie, lejanamente emparentada con los cocodrilos actuales, era sin embargo diferente a ellos en casi todo. No se arrastraba, sino que se erguía y saltaba gracias a una columna vertebral muy flexible. Sus patas eran delgadas y ágiles. Y, lo que más ha sorprendido a los científicos, no se limitaba a rasgar y deglutir a su presa en grandes tropezones, sino que había desarrollado una dentición tan sofisticada como la de los mamíferos carnívoros del presente. En palabras del director de la investigación, el anatomista de la Universidad de Ohio (EEUU) Patrick O'Connor, "a primera vista, este croc [cocodrilo] se esfuerza mucho para ser un mamífero".
La historia de este hallazgo comienza, según narra O'Connor a Público, en una pared vertical de arenisca roja en la cuenca del lago Rukwa, en la sección tanzana del gigantesco valle del Rift que recorre el oriente de África. Allí, un equipo internacional de científicos, con el apoyo de National Geographic, busca restos del pasado. Un estudiante de geología, Zubair Jinnah, avisa a O'Connor para que examine un pedazo de hueso incrustado en la roca. Resulta ser la vértebra de una cola. Tras ella, otras más conducen hasta el esqueleto casi completo de un reptil fósil del tamaño de un gato. "Su cabeza cabría en la palma de la mano", describe O'Connor. De inmediato llama la atención de los investigadores su peculiar dentadura, pero el animal quedó muerto y atrapado en la roca con sus mandíbulas fuertemente cerradas, inaccesibles a la inspección visual.
Es entonces cuando el fósil viaja de Tanzania a la Universidad de Ohio para que la tecnología llegue allí donde no se puede acceder sin destruir la pieza. Los rayos X de un aparato de tomografía computarizada, empleado habitualmente en medicina, penetran en la piedra y reproducen una versión digital del cráneo fósil en alta resolución. "Una vez que pudimos mirar los dientes de cerca, supimos que teníamos algo nuevo y muy emocionante", relata O'Connor.
El coautor del estudio Joseph Sertich define la dentición del animal como "estrafalaria", muy diferente de los colmillos cónicos y uniformes de los actuales cocodrilos. Aquel animal tenía cuatro dientes similares a los caninos de los carnívoros, doce piezas cónicas semejantes a premolares y diez muelas. No se limitaba a romper y tragar: masticaba. "Sólo mirando los dientes, nadie pensaría que era un cocodrilo. Te preguntarías qué clase de extraño mamífero es", apunta O'Connor. Pero no cabe duda: el estudio de 236 rasgos lo sitúa en el grupo de los notosuquios, una rama del clan de los cocodrilos. Ha nacido el Pakasuchus kapilimai (del suajili paka, gato, y el griego souchos, cocodrilo); el cocodrilo gato.
Regresemos al Cretácico. Hace 105 millones de años, Pangea se ha fracturado en Laurasia al norte y Gondwana al sur. Bajo la sombra de los dinosaurios medran otros pequeños animales que esperan su momento: en Laurasia, los mamíferos; en Gondwana, los cocodriliformes notosuquios. Ambos grupos, cada uno en su continente, crecen, se multiplican y se diversifican, pareciéndose hasta en los dientes. Un día, un meteorito cae en Yucatán y la mayoría de los dinosaurios perece. El trono de la naturaleza queda vacante. Y por motivos que quizá nunca se conozcan con certeza, los cocodrilos pierden por segunda vez. Empieza la dinastía de los mamíferos.
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