Imaginemos que una enfermedad o un fenómeno social matase en España a más de 3.500 personas al año, más de 2,5 veces que los accidentes de tráfico. E imaginemos también que el Gobierno no tuviese ningún plan para tratar de combatir ese problema y afirmase que no prevé tener uno en un futuro próximo. La situación, por desgracia, no es imaginaria y el fenómeno tiene un nombre: suicidio.
Acabar con la propia vida es mucho más frecuente que matar a otro (en España, en 2012, hubo diez veces más suicidios que homicidios), pero ese acto resulta tan difícil de aceptar que la forma de reaccionar ante él suele ser un silencio estupefacto. Esta respuesta ante un problema de grandes dimensiones hace que, tal y como recuerda un artículo de opinión publicado la semana pasada en la revista Nature, "pese a su gran impacto social se haya avanzado muy poco en la comprensión científica y en el tratamiento del comportamiento suicida".
Los autores del artículo, André Aleman y Damiaan Denys, profesores de las universidades de Groninga y Ámsterdam, piden que se tomen cuatro medidas para comenzar a mitigar el problema: reconocer la tendencia al suicidio como un trastorno separado de otras enfermedades mentales, investigar sobre sus mecanismos biológicos y psicológicos, aportar financiación específica para combatir el suicidio y poner en marcha programas de prevención basados en la evidencia. Además, reclaman un esfuerzo coordinado de las autoridades sanitarias, los médicos y los investigadores.
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Hasta ahora, en España "no hay ningún plan nacional para prevenir el suicidio ni se ha creado un observatorio, como hay en otras materias, pese a la insistencia de algunas sociedades como la nuestra", afirma Lucas Giner, portavoz de la Sociedad Española de Psiquiatría. "Hay alguna mención sobre prevención del suicidio en el libro verde de sanidad y algún programa específico de prevención a nivel muy local, pero se ha tenido poco en cuenta", añade.
Entre el 50% y el 90% de los casos de suicidio (la amplitud de la horquilla es una muestra de la falta de conocimiento) están relacionados con distintas dolencias psiquiátricas como la depresión o el alcoholismo, y combatirlas reduce las tasas de suicidio. Sin embargo, apenas existen estudios que traten de detectar factores de riesgo de la conducta suicida, separados de otras enfermedades, a través de herramientas como los marcadores genéticos o identificando el papel de problemas como la dificultad para regular las emociones.
Para cambiar esta situación, los autores reclaman que se incluya un apartado de financiación específica para este problema en grandes programas de apoyo a la ciencia como el europeo Horizonte 2020. Hasta ahora, una de las instituciones que más en serio se han tomado este problema es el ejército de EEUU, que en las últimas guerras ha perdido a más soldados por suicidio que en combate. En 2009, lanzó el proyecto STARRS, de 65 millones de dólares, para recopilar información genómica, médica, psicológica y de estilo de vida de más de 100.000 soldados. El objetivo era tratar de identificar factores de riesgo y medidas preventivas, además de biomarcadores que ayudasen a determinar los factores que hacen más o menos resistente a un individuo o la forma en que funcionan sus conexiones cerebrales.
En este ámbito ha sido posible identificar factores de riesgo específicos para el suicidio independientemente de otras enfermedades a las que suele ir asociado. Según cuentan Aleman y Denys, un equipo de investigadores del Sistema de Salud para Veteranos de San Diego, en California comparó la actividad cerebral de varios individuos que habían luchado en la guerra y a los que se consideraba en riesgo de suicidio con otros que también habían entrado en combate, pero no estaban en riesgo. Los soldados de ambos grupos tenían niveles similares de depresión y estrés postraumático.
En su análisis, los investigadores observaron que los miembros del grupo "suicida" tenían una activación más intensa en el córtex del cíngulo anterior y el prefrontal cuando cometían errores en tareas que requerían concentración. Estas zonas del cerebro están relacionadas con el control cognitivo y la vigilancia de las propias acciones y los autores plantean que ese esfuerzo extra en tareas de autocontrol podía ser muestra de una debilidad a la hora de superar el estrés.
Pese al fatalismo con que se lo toman las administraciones, los expertos creen que comprender mejor este complejo fenómeno puede ayudar a reducir el número de víctimas y a entender por qué, por ejemplo, el fuerte aumento del uso de antidepresivos en la última década no ha ido asociado a un descenso general de los suicidios. Otras medidas que sí han tenido éxito, según explica Giner, es el acceso a armas o las protecciones en algunos sitios como viaductos o monumentos altos. En EEUU, la mitad de los suicidios se consuman con las omnipresentes armas de fuego y modelos informáticos indican que restringir su acceso reduciría las muertes por esta causa hasta en un 10%.
En la misma línea de dificultar que quienes tienen tendencias suicidas sucumban a un impulso que no tiene por qué ser permanente, los resultados del informe STARRS sugieren que una pequeña modificación en los automóviles podría salvar cientos de vidas. En 2010, en EEUU, 735 personas se quitaron la vida en el interior de sus coches asfixiados por el monóxido de carbono de sus tubos de escape. Según el informe del ejército, 600 de esas muertes se podrían prevenir si los fabricantes instalasen un sensor en el interior de los vehículos que apagase el motor a partir de cierta acumulación de gases tóxicos.
Desde el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad se reconoce que no existe ningún plan específico para tratar de atajar este problema ni se prevé poner en marcha uno en un futuro próximo. Por el momento, pese a que los investigadores sugieren que las políticas activas para afrontar el problema pueden ayudar a reducirlo, mirar para otro lado es lo más frecuente cuando se trata del suicidio. En 2012 se quitaron la vida en España 3.539 personas, hombres en el 77% de los casos.
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