Fuente: El Pais.
Cuando Julian Dibbell viajó a China no fue para ver la Gran Muralla. Se dedicó a visitar un tipo especial de granjas, unos habitáculos repletos de ordenadores donde grupos de veinteañeros pasaban 12 horas
delante de la pantalla por 120 euros al mes. Este escritor de Chicago se entrevistó en la periferia de varias ciudades asiáticas con un buen número de goldfarmers ("granjeros de oro", nombre con el que se conoce a los adictos a los juegos online que venden objetos virtuales a cambio de dinero real). Al regresar a su país, Dibbell usó lo aprendido para ganar 3.000 euros mensuales al margen de cualquier empresa. Este verano, el documental Playmoney llevará sus vivencias a la gran pantalla en Estados Unidos.
La industria del goldfarming mueve 800 millones de euros al año en el mundo, la mitad de lo que ganan las empresas del rol por Internet. Richard Heeks, informático de la Universidad de Manchester, investiga estos juegos y estima que 10 millones de los 20 millones de usuarios suscritos recurren a este mercado negro, que les proporciona ítems virtuales para ser más poderosos en su pasatiempo favorito: oro, armaduras y hasta guardaespaldas que les acompañen en misiones peligrosas.
Con tres euros se compra un kilo de oro ficticio, el único que tiene valor en estos universos imaginarios. Acumular grandes cantidades para hacerse rico vendiéndolo en el mundo real está prohibido por las compañías de videojuegos. Blizzard, líder del sector y dueña del popular World of Warcraft, afirma que es propietaria de todo lo relacionado con sus juegos y prohíbe el acceso a su red a los involucrados en la compraventa "ilegal". En cambio, el profesor Heeks plantea que el oro podría pertenecer al jugador, que paga religiosamente una suscripción mensual: "Las compañías aún no han conseguido vencer a los goldfarmers en los tribunales".
No todos los jugadores se saltan las normas. Existen asociaciones en contra del fraude del oro e incluso bandas que organizan redadas contra sus cabecillas. Les sorprenden en el juego y les atacan al grito de "¡Muerte a los chinofarmers!". Los jugadores occidentales no se ahorran las proclamas racistas al referirse a los trabajadores del goldfarming, la mayoría chinos.
Cuando la web de subastas eBay cedió en 2007 a las presiones de Blizzard y vetó los anuncios sobre ítems de juegos online, se popularizaron las páginas de grandes empresas dedicadas a este servicio. Según la Universidad de Manchester, existen entre 60.000 y 100.000. Algunas son auténticos supermercados del rol. La mayor de todas, IGE, tuvo su sede en Marbella hasta que Interpol la clausuró en 2002, obligándoles a mudarse a Shanghai.
Eric Badana, portavoz de JPitems, rechaza el estereotipo del jugador adolescente que pasa su vida ante la pantalla: "El 70% de nuestros clientes son adultos con dinero que quieren experimentar la vida del juego. Conozco a un ejecutivo que usa su personaje de World of Warcraft para asignar tareas a través del chat". Badana niega que empresas como la suya hagan competencia desleal: "Beneficiamos a Blizzard. Atraemos a más usuarios hacia sus juegos". ¿Cuánto ganan? "No puedo dar una cifra, pero muchísimo más de 100.000 euros al año".
Ge Jin, estudiante californiano de ascendencia china, ha investigado el goldfarming. Tras viajar por Asia, conoció la granja modelo: turnos de 12 horas, un catre, tres comidas y entre 30 y 150 euros de sueldo. "Suelen ser felices. Viven de su hobby, un sueño inalcanzable para la mayoría".
El profesor Heeks estudia el lado económico: "Es la ley de la oferta y la demanda. Quien tiene más tiempo que dinero, los granjeros, comercia con quien tiene más dinero que tiempo, sus clientes. Es como pagar para que te corten el césped. Podría diseñarse un juego que permitiese esta práctica y emplease a miles de personas".
Hace 25 años, alumnos de informática de varios campus norteamericanos, adictos a los primeros juegos de rol, regalaban a la chica que les gustaba una espada virtual. Julian Dibbell, ahora retirado, nunca dio nada gratis: compraba oro en Hong Kong, lo vendía más caro y se quedaba con la diferencia. Asfixiado por las grandes empresas del sector, lo dejó: "Le dedicaba 50 horas semanales y era menos divertido que escribir. Si hubiese ganado más, seguiría con ello". Los grandes granjeros se embolsan hasta 40.000 euros al mes.
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