Carla Franklin era, en 2009, una brillante consultora de Wall Street, cuando una mañana tecleó su nombre en Google y encontró una catarata de vídeos en los que aparecían viejas imágenes de algunos trabajos como modelo, junto a la palabra «puta». ¿Quién podía odiarla hasta el punto de colgar en internet semejantes insultos?
Enseguida, supo que aquella basura a la que cualquiera podía tener acceso era el último episodio de la persecución que llevaba sufriendo cuatro años por parte de Shon Moss, un joven con el que se había citado cuatro o cinco veces, tal y como publica «Mujerhoy.com».
La historia de Carla, desde esas fugaces citas con Moss, se convirtió en una sucesión de presiones, malentendidos, estallidos de ira y persecución «in crescendo».
Carla recibió llamadas insistentes, mensajes de móvil y correos, y vio cómo amigos y conocidos recibían groseros mensajes supuestamente enviados por ella desde uno de sus antiguos números.
La sofisticación tecnológica y la imaginación de su acosador parecían no tener límite. Pero tuvo que escuchar que quizá exageraba. Es algo que las mujeres han escuchado desde antiguo: los límites del no, las fronteras de su voluntad siguen sin estar claras, siempre sumidas en una nebulosa de sospecha, maledicencia y ambigüedad. En internet ha enrevesado la maraña gracias al anonimato.
También abogados y jueces intentaron disuadirla: le aseguraban que perdía el tiempo, que la jungla digital es inextricable o que hay violencias más urgentes. Pero no se arredró: un juez ha obligado a Google a revelar la dirección IP de su acosador y la dirección postal a la que estaba ligada, gracias a lo cual consiguió una orden de protección.
En septiembre, Carla interpuso una demanda contra su perseguidor, por difamación, acoso, y suplantación de personalidad. Perdió su trabajo en Wall Street, soportó insinuaciones y descalificaciones. Pero tuvo claro que si algo puede salvar a las mujeres de la persecución es afilar las armas y contraatacar. Nunca esperar, en silencio, como tantas Penélopes, a ver si el agresor cambia de opinión y elige a otra presa.
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