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2012/04/30
Por favor, ¿podrían #dejarmedesconectar?
El mundo de los gurús de Internet empieza a parecerse al de los profetas de la dietética, que el lunes aconsejan no probar jamás el aceite de oliva y el sábado beber una garrafa diaria para llegar a los 100 años. La trayectoria de Sherry Turkle representa estos volantazos. Fue una de las grandes visionarias de las redes sociales y hoy recomienda alejarse de las pantallas. Lo único que no ha cambiado es que, emita una opinión o la contraria, siempre es recibida con vítores. Para eso es toda una gurú.
En los años noventa, Turkle, psicóloga del Massachusetts Institute of Technology, defendía los juegos online y los chats porque permitían romper el aislamiento, probar roles y conocer a gente con intereses comunes. Ahora, en una reciente entrevista con este diario, proponía enfriar nuestras relaciones con las tecnologías de la comunicación para evitar distorsiones afectivas. “Nos sentimos solos, pero nos asusta la intimidad”, razonaba. “Estamos conectados constantemente. Nos da la sensación de estar en compañía sin tener que someternos a las exigencias de la amistad, pero lo cierto es que pese a nuestro miedo a estar solos, sobre todo alimentamos relaciones que podemos controlar, las digitales”.
Lo que explica el cambio de parecer es que Turkle esperaba que las habilidades adquiridas en la web se aplicaran en la calle; y sin embargo, a su entender, la gente que hace 15 años vivía encerrada continúa psicológicamente enclaustrada, mientras que quienes tenían relaciones normales viven crecientemente encadenados a un smartphone. Turkle opina que la hiperconexión supone sumergirse en una ficción distorsionadora: sus devotos no solo creen que están acompañados mientras van aislándose, sino que, además, cuando piensan que producen, lo que hacen es perder el tiempo con tuits y emails prescindibles. Ahora, a la psicóloga no se le caen los anillos al plantear que en su primer diagnóstico pecó de optimismo: “Me equivoqué”, dice. Reconocerlo está muy bien (lo hacen hasta los reyes), pero plantea un debate sobre la finura de su nueva teoría. ¿La conexión total aporta más de lo que nos quita?
La pregunta se lleva repitiendo con diferentes matices en los últimos años. ¿Google nos hace estúpidos?, se interrogó Nicholas Carr en 2008, lanzando por primera vez el debate de forma seria. En concreto, lo que Carr planteaba es que con el uso de Internet dejamos de entrenar ciertas facultades (concentración, retentiva) para convertirnos en multitareas de tendencias superficiales. Le respondió Nick Bilton (además de tecnogurú, el diseñador arrepentido de la primera muñeca de Britney Spears) con su libro Vivo en el futuro y esto es lo que veo. Y lo que Bilton ve es un campo fértil para nuestros cerebros, además de que a lo largo de la Historia han abundado las reacciones hostiles al cambio tecnológico. Para ilustrarlo, dirige a la portada de The New York Times, donde trabaja, correspondiente al día de la invención del teléfono, cuando el periódico anunció que ya nadie volvería a salir de su casa.
Así planteada, esta parece una nueva entrega de la eterna disputa entre innovadores y tradicionalistas, luditas y futuristas, los apocalípticos y los integrados, en la terminología con la que Umberto Eco clasificaba a los intelectuales según su receptividad a los avances de la sociedad de masas. ¿Pero con qué evidencias cuenta cada bando para defender su postura?
Deric Bownds, profesor de Biología Molecular y Zoología al que varios de los gurús citados en este artículo fijan como referencia, explica por correo electrónico que aún no hay pruebas concluyentes de nada. “Parece muy improbable que el cerebro de un adulto cambie permanentemente por el uso de Internet”, asegura. Según Bownds, los cambios son reversibles “como el incremento del área del córtex asociada a los dedos cuando se estudia piano”. Sin embargo, respecto al cerebro en desarrollo de los niños es otro cantar: si antes de los 10 años son educados para adquirir ciertas habilidades, puede que las conexiones neuronales se organicen de una forma definitiva.
Estos argumentos de nuevo dan pábulo a dos interpretaciones: la catastrofista y la optimista. La primera entiende que los posibles cambios en el cerebro de los nativos digitales contribuirán a diseñar un mundo de sociópatas hiperactivos; la segunda, que los cerebros de los niños sabrán amueblarse para que Internet no los vuelva oligofrénicos.
En el bando de los que exigen prudencia al usar Internet, Turkle se preocupa especialmente por los aspectos emocionales de la transformación, planteando que los usuarios extremos de la Red empiezan a recurrir a ella para experimentar sentimientos en lugar de para comunicarlos, y que desechan la complejidad de las relaciones para quedarse solo con las risas y lo superficial. Son muchos más los autores que ponen el acento en la pérdida intelectual que puede suponer el recurso incontrolable a la Red. Su discurso parte de la idea de que la atención es un recurso limitado. Según el psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi, el cerebro humano procesa 173.000 millones de bits de información en su vida, cuando una conversación genera ya 120 por segundo. Si lo llenas de porquería, se gripa. La multitarea es el otro hombre del saco: la consultora Linda Stone, que acuñó el concepto de apnea del email para describir la suspensión de la respiración motivada por la ansiedad que produce revisar el correo, mantiene que el 30% de los menores de 45 encuentra cada vez más difícil concentrarse. Sus estudios contemplan que cada trabajador en EE UU tiene ocho ventanas abiertas simultáneamente en la pantalla y saltan de una a otra cada 20 segundos. Reponerse de estas interrupciones conlleva un tercio de la jornada laboral. Está de acuerdo con ella David Meyer, que investiga cómo se malgastan recursos al hacer demasiadas cosas al mismo tiempo. Meyer asegura que “el mundo vive una crisis de atención que va a peor”. Para él se trata de “una plaga cognitiva que tiene el potencial de borrar la concentración y el pensamiento productivo de una generación”.
Una de las soluciones más populares planteadas para taponar esta filtración de recursos personales y colectivos la plantea Clay Johnson, no solo una figura influyente en Internet, sino también en la Casa Blanca en su papel de asesor en asuntos como la transparencia gubernamental en la Red. Johnson promueve una vida informativa más centrada abandonando la información basura. La iniciativa pasa por la disciplina y también por trillar entre las fuentes interesantes y las fútiles (mediante el uso de software pero, sobre todo, de sentido crítico y disciplina).
Johnson cuenta con que parte del esfuerzo tiene que ser compartido, como ocurre con cualquier adicción o hábito nocivo. Así, dentro de lo razonable, conviene que los allegados también se alejen del mal para no recaer. Sin embargo, cada día resulta más difícil establecer un cordón sanitario: la tecnología ha invadido demasiados ámbitos. Si alguien no entra en Facebook no se entera de los cumpleaños de sus amigos, si no está en Twitter ignora de qué hablan, y si no usa la aplicación de mensajería Whatsapp ya nadie lo contacta. Con la vida laboral la cosa se complica aún más, poniendo de relieve que lo que es bueno para el trabajo no siempre lo es para el trabajador. Por eso, si los colegas envían constantemente emails, dejar de leerlos para sentirse más sano informativamente puede significar el suicidio profesional.
Alguien que se desenchufa los fines de semana por sistema es Nacho Palou, del blog Microsiervos, un hiperconectado por definición. “No fue una decisión meditada, simplemente empecé a hacerlo así”, cuenta. Lo motivaron una suma de factores: “Mantener cierto orden, desarrollar actividades o hobbies offline, necesidad de desconectar y, sobre todo, cuestiones personales y de vida familiar”.
Abundan las opiniones de que la adicción tecnológica es otra prueba de la incapacidad humana para estar en soledad. La Red crea la posibilidad (ficticia o real, según la óptica del intérprete) de tener compañía perpetua. El reverso es que eso implica menos tiempo para reflexionar. Y si a eso se le añade la legítima voluntad de no aburrirse, la posibilidad de que en nuestros cerebros pase algo imprevisto se diluye. Con el teléfono se puede matar el aburrimiento en la parada de autobús consultando el correo, leyendo las noticias o desintegrando marcianitos pero, si se eliminan los tiempos muertos, el cerebro ni vuela ni se encienden las bombillas apagadas. Jonah Lehrer, otro de los gurús del asunto, encabeza a los defensores de dejar espacio a la cabeza para que divague.
A pesar de estas visiones apocalípticas no abundan los casos de gente que reduzca su actividad en Internet debido a que perciba que está comenzando a pasarle factura. Es cierto que los cazatendencias apuntan que la próxima temporada será la de los Twitter quitters (los desertores de Twitter), pero de momento las motivaciones de quienes han ido dando el paso parecen distintas del bienestar cerebral. Los casos más sonados de apóstatas son famosos espantados por los trazos que dejan sus meteduras de pata. Ahí están el músico Andrés Calamaro (inolvidable su despedida de Twitter: “140 caracteres pueden metérselos profundo en el medio del ojete”) y, el mes pasado, el actor Ashton Kutcher, caído del caballo del microblogging después de que le pillaran hablando sin conocimiento de causa sobre las injusticias sufridas por un entrenador de fútbol americano pedófilo.
De momento, sin investigaciones neuronales concluyentes, ante las riñas de las ciberdivas parece que solo cabe actuar como ante las de los dietistas. ¿De verdad es bueno desayunar con vino? ¿Prescindo del pescado azul? Vaya usted a saber pero, ante la ausencia de certezas, coma lo que le apetezca. Eso, aplicándose el latiguillo inevitable: siempre con moderación.
En esta línea de pensamiento, Bownds remite a un artículo del científico y lingüista Steven Pinker para ilustrar la posición que le parece más razonable sobre el asunto. Pinker, un acerado defensor de las posibilidades de la web para generar conocimiento, plantea que la solución no es tanto lamentarse de la tecnología como dominar sus aspectos negativos mediante la educación y el autocontrol, igual que sucede con el resto de tentaciones. Pero para no dejar lugar a la duda, Pinker avisa: “Si lo que usted busca es profundidad intelectual, no recurra a un Powerpoint o a Google”.
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