Lo mejor de los sueños es que nos los creemos mientras dormimos. Nada nos choca, ninguna incongruencia nos parece ilógica y todos los personajes son bienvenidos como un vecino de pueblo, excepto los monstruos y los políticos. ¿A que sí? Un buen sueño es un sindiós de ideas, palabras, imágenes y personas revolcándose en un cajón de sastre que no nos parece nada desastroso. Y con nosotros dentro, indemnes, siempre a punto de ser golpeados por el siguiente elemento que el cerebro tira dentro, pero finalmente siempre a salvo de todo, de los arañazos y mordiscos de las bestias que nos persiguen.
"Por ejemplo, es muy común encontrar gente del pasado en nuestros sueños, sin que eso nos alarme lo más mínimo, aunque sea totalmente incongruente porque hayan muerto o haga décadas que no coincidimos", comenta a Quo el neurólogo Patrick McNamara desde el campus de Prescott Valley de la Northcentral University (Arizona, EEUU). Por eso, nos damos el gustazo de hablar con nuestros antepasados sin la pena y el bloqueo que podría suponer la impresión de topárnoslos de nuevo.
El porqué de que casi nunca sintamos la incisión del colmillo en nuestras carnes, el abrazo de un viejo amigo o el esperado beso de la pin up que pasaba por allí responde al nivel de activación de las diferentes áreas cerebrales. "Durante el sueño están más activos los lóbulos temporal y parietal, que son sobre todo los encargados de procesar las imágenes, lo visual", y menos las sensaciones, explica la neuróloga y neurofisióloga Elena Urrestadazu, de la Unidad del Sueño de la Clínica Universitaria de Navarra.
Aun así, que el cerebro comprenda lo que ve no quiere decir que tenga un sentido crítico; es decir, no significa que haya una explicación lógica para que esas imágenes aparezcan: "La parte del cerebro que sabe qué es la realidad no está activa durante el sueño, y por eso no nos extraña nada de lo que vemos y nos lo creemos todo", añade Urrestadazu. Eso es lo más bonito de los sueños, que tiene uno permiso de la mente para entregarse a la locura tumbado y tan a gusto.
La investigación sobre el sueño quiso adelantarse un paso desde que Sigmund Freud (1865-1936) tratase de interpretar su significado, pero se saltó el primer estadio: saber de dónde salen el atrezo de objetos, el reparto de personajes y el catálogo de localizaciones que aparecen en nuestra maravillosa película nocturna. Y el asalvajado argumento que lo guía todo. Gracias a técnicas de diagnóstico por imagen que los neurólogos habrían soñado tener hace solo 20 años, la neurociencia tiene ahora indicios firmes de que dormir y, en concreto, soñar son mecanismos necesarios para el proceso de memorización. Lo que McNamara parece tener ya claro es el orden en el que solemos memorizar las situaciones: primero las coordenadas espaciales, como habitaciones, espacios...; después es el turno de las personas; y finalmente se nos graban los objetos que intervinieron en la acción.
Los experimentos de Mark Blagrove, de la Universidad británica de Swansea, son de mucha ayuda para comprender la composición de las escenas y su relación con los recuerdos. El ritual se parece a un vodevil, por aquello de los actores entrando y saliendo del escenario –la mente–, cada uno con su procedencia y sus razones. Parece ser que los sueños están compuestos sobre todo de recuerdos inmediatos, del propio día, y de otros que provienen de hace unos 5, 6 o hasta 7 días.
Si Blagrove –y otros colegas de profesión a los que ha estudiado– está en lo cierto, las experiencias del día quedan titilando en la memoria más inmediata (situada en el hipocampo), y por eso están más presentes. Entonces, comienzan a asentarse como recuerdos duraderos, un proceso que les toma esa semana corta, y después pasan a la memoria de largo plazo. Así que, según parece, cuando esas experiencias han solidificado transitan de nuevo por un nivel más consciente hacia su morada definitiva y aparecen en nuestros sueños junto con los recuerdos del día. Blagrove llegó a estas conclusiones después de estudiar los registros de sueños de los participantes en un estudio y compararlos con los diarios escritos de sus vidas reales.
Hay un tercer grupo de imágenes que bucea entre nuestras sábanas y que procede de otros rincones de nuestra autobiografía mental más antigua. Al tratar de ordenar y hacer útil la información que el cerebro está almacenando, despierta otros recuerdos o datos similares mucho más escondidos en sus archivos, que podrían concatenarse con los que está procesando por si fuera útil relacionarlos. Eso quizá explique por qué se presentan en nuestras noches los eventos y personas más insospechadas. Y como decía el investigador de Arizona, no nos sorprende en absoluto, aunque sean personajes enviados por el pasado. Lo que sí conserva una cierta relación con la realidad es el minutado de los episodios nocturnos: "La sensación de tiempo que tenemos es bastante ajustada a los minutos que dura la narración. Por eso, durante las fases REM más prolongadas se dan los sueños más largos", afirma Patrick McNamara.
De charla con Napoleón
Pero como queda dicho, la parte más lógica del cerebro está echando la siesta a esas horas, y no monta las películas de un modo comprensible. Esa es la razón por la que a veces no podemos ni explicar qué hemos soñado, "aunque el cerebro trata de confeccionar un relato", como nos explican desde Navarra. Esa mezcolanza sin orden ni concierto es la que hace que incluso los lugares, las personas y objetos muten sobre la marcha, y lo que comenzó siendo una conversación con tu hermano culmine siendo una charla con Napoleón.
También el orden en que toda esa fauna pasa por el escenario suele ser caótico, algo que el investigador estadounidense achaca a que el cerebro está rompiendo y volviendo a recomponer los recuerdos para empaquetarlos del mejor modo posible. ¿Y a qué llamamos "el mejor modo"? Pues a memorizar de forma evolutivamente útil. La explicación la encontramos en la neuróloga de la Clínica de Navarra: "Nosotros no memorizamos exactamente las cosas tal como ocurrieron. Las ordenamos de un modo más abstracto para poder aplicarlas a otros casos en el futuro". Es decir, el recuerdo de que un león suelto nos mordió nos ayudará a correr la próxima vez que lo veamos.
Elena Urrestadazu cuenta otro mecanismo que, en cierto modo, funciona a la inversa: que las aventuras que nos suceden durante los sueños sirven para aprender, sin necesidad de que procedan de experiencias vividas: "Puede ser que los niños sueñen con situaciones que nunca han protagonizado para que ello les sea útil como entrenamiento, y saber qué hacer después en ellas si se presentan en la vida real".
Lo malo es cuando el cerebro es disfuncional. Entonces sí que todo puede ser una gran pesadilla que da continuidad a la enfermedad diurna del individuo. Gracias también a experimentos que hacen seguimiento de los diarios de ensoñaciones, McNamara ha comprobado que "las experiencias de los enfermos mentales son diferentes de los de las personas sanas". Según él, "los depresivos sueñan con menos personajes, sufren más escenas de agresiones y recuerdan menos detalles del ambiente, el paisaje, los objetos...".
Y por su lado, y siguiendo una lógica con su disfunción cerebral, "quienes padecen de esquizofrenia tienen más pesadillas y tienden a toparse de forma más habitual con seres sobrenaturales; en cambio, sienten menos emociones que cualquier otra persona", añade el estadounidense. Es algo muy coherente, teniendo en cuenta que el principal problema de un cerebro esquizofrénico es el de la incapacidad de distinguir entre realidad e imaginación, y el del déficit de empatía. Y claro, si a ello le añadimos que el cerebro lógico está roncando cuando dormimos, el efecto se multiplica.
La noche para muchos de ellos es un castigo quizá porque la naturaleza está ocupada en consolar a los seres de la creación que aún siguen del lado de la cama de los (supuestamente) cuerdos. Sí, porque a las personas sanas que han pasado un mal trago dormir no solo les repara el cuerpo, sino que recompone su ánimo. Eso opina el psiquiatra Ernest Hartmann, de la Universidad de Metford (Massachusetts, EEUU). Él es otro de esos cuyos desvelos consisten en preguntar a decenas de pacientes qué han soñado y hacer un seguimiento concienzudo de los detalles.
Y especialmente se ha ocupado de observar cómo los disgustos, las penas, las grandes alegrías y, en general, las grandes emociones manchan el día, se lavan en la oscuridad y salen limpias por la mañana como sábanas lavadas. Ha descubierto que, por ejemplo, la noticia de una muerte nos genera sueños más vívidos y con más concreción –aunque no necesariamente se trate de pesadillas–, en vez de originar cuentecitos inconexos de los que se nos pueden presentar cualquier otro día en el que no nos ha pasado nada especialmente reseñable.
Cama de matrimonio
Sus hipótesis, aún en estado preliminar, también tienen que ver con ese matrimonio que siempre se acuesta junto: la memoria y los sueños. Hartmann ha publicado estudios en los que expone que eso que él llama "imágenes intensas", que revivimos después de una experiencia dolorosa, reflejan la trabajosa digestión que el cerebro está realizando para procesar correctamente ese recuerdo y, de nuevo, colocarlo en un lugar y con una etiqueta que, por más que sea lacerante, nos sirva para próximos malos momentos.
Digamos que, según este investigador, si la pesadilla está bien fabricada por la mente, "los traumas se hacen menos traumáticos", en sus propias palabras. ¿Y cómo saber si el mal trago ha sido lo suficientemente atinado? ¿Leyendo los sueños? En muchos casos, no recordamos qué ni quién se ha paseado por nuestra mente en esas horas, o no somos capaces de ordenarlo, tal como hemos visto.
Cumplir ese viejo sueño de grabar la sesión golfa de nuestra mente no es solo un anhelo de los investigadores, sino de media humanidad; y de la CIA más que de ninguno. Y lograrlo puede estar más cerca que nunca si los japoneses abundan en un experimento cercano al suplicio. El equipo del neurocientífico Yukiyasu Kamitani en el Instituto Internacional de Investigación de Telecomunicaciones Avanzadas (Kioto) se ha dedicado en los últimos años a la pequeña tortura de despertar a sus pacientes en lo mejor y preguntarles con qué estaban soñando. Es como cuando estás cayendo y te preguntan: "¿Estás dormido?" Horror. Pero hay que reconocer que han despertado un gran revuelo científico y mediático al lograr monitorizar mínimamente qué estaba pasando por la cabeza de sus particulares bellos y bellas durmientes.
La tecnología, un escáner de imagen por resonancia magnética funcional (IRMf), es compleja, pero el sistema de interpretación se entiende fácilmente. Imaginemos que la línea que describe un voluntario es plana y, de pronto, sufre un bucle con forma cuadrada. Entonces, se espabila al infeliz y se le pregunta con qué objeto o concepto soñaba; por ejemplo, una oveja. Así, la próxima vez ya sabrán que esa forma del gráfico corresponde a ese concepto. En realidad, el sistema es más rudimentario, porque no logra definir objetos tan concretos. Si acaso, reconoce generalidades como "vehículo", "miedo", "persona"... Tampoco es del todo fiable, porque estos experimentos se han realizado justo al quedarse roque, en ese momento borroso en el que tu madre dice que está despierta cuando le cambias el canal. Y el estado latente del cerebro no es el mismo que cuando estamos en otras fases del sueño más profundas y más soñadoras, como es la REM.
De la consola a la almohada
Pero a quienes no se dedican a la ciencia lo que les emociona no es "grabar" sus sueños, sino controlarlos. ¿Te imaginas la libertad y la credulidad de la noche empleadas en lo que a uno se le antoje? "Los sueños lúcidos son más frecuentes de lo que se pensaba," comenta Elena Urrestadazu; "creemos que cerca de un 50% de la población los tiene". Son momentos de cierta consciencia de estar inmersos en una irrealidad, y por eso se disfrutan o se sufren más. Pero mejor suerte aún tiene ese 10% de personas capaz de dirigir medianamente su aventura de almohada. Y quizá el número aumente si se confirma la tendencia que la psicóloga Jayne Gackenbach (Universidad de Edmonton, Canadá) observó en su propio hijo: que los usuarios de videojuegos sienten mayor control sobre sus ensoñaciones. Eso sí, también sufren más pesadillas por persecución de bestias pardas y guerreros.
Puede que el antídoto esté en otro anhelo futurista de este maravilloso campo de investigación: el de elegir lo que vamos a soñar esa noche. Ese futuro arrancó en el siglo XIX, cuando el pionero Hervey Saint-Denys pidió a su mayordomo que pusiera gotas de diferentes perfumes en su almohada, en distintos días de la semana cuando ya estuviera dormido, para no condicionarse. Y descubrió algo que la ciencia moderna ha confirmado: que hay una vía –aún poco explorada– de condicionar al menos el tenor positivo o negativo de los sueños. Y, como lo consigan, la Bella Durmiente va a poner en su habitación el cartel de "No molesten".
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