Entre tanta noticia en torno al sufrimiento, se agradece leer relatos como el de un personaje que pasó a los anales de la historia precisamente por todo lo contrario: su capacidad para gozar y disfrutar la vida hasta el punto de apuntalar una expresión tan extendida como piropeante: «Estás hecho un Casanova».
Giacomo Casanova nació en Venecia en 1725. En su infancia sufría a menudo hemorragias nasales y sus familiares pensaban que no viviría mucho tiempo. Pero salió adelante y con fuerza. Tanta que en su pubertad de vez en cuando practicaba el transformismo. Según su biografía, aprendió a leer en menos de un mes, estudió en la Universidad de Padua y en el seminario de San Cipriano, del que fue expulsado por conducta escandalosa. Parece que pronto descubrió su promiscuidad y no tardó en contraer algunas enfermedades venéreas como la sífilis y la gonorrea. Eso sí, aunque las orgías eran populares entre la alta sociedad de aquella época, no le gustaba participar en ellas.
Nuestro amigo era más bien un llanero solitario y viajero sin rumbo que en 1750 ya había trabajado como clérigo (sí, habeis leído bien), secretario, soldado, y violinista en varios países por los que viajó y fue perseguido por sus manuscritos en los que explicaba posturas sexuales "impropias" para la época. De hecho fue acusado y encarcelado en varias ocasiones por brujería. Una de sus huidas lo llevó hasta París donde el azar nuevamente le tenía reservado buenas noticias, convirtiéndolo en millonario gracias a la lotería. Fue entonces cuando conoció a personalidades en la Francia de aquella época como Luis XV, Rousseau o Madame Pompadour. Más tarde acabaría trabajando como espía y conociendo a otros grandes entre los que se encontraba Mozart. Falleció en 1798, no sin antes dejar escritas sus memorias en las que encontramos una vida llena de aventuras, viajes e innumerables encuentros galantes.
Los estudiosos de este personaje coinciden en afirmar, que entre las técnicas que usaba Casanova para conseguir seducir a las mujeres más hermosas de Europa, están un don especial (y nada convencional en un hombre de su tiempo), para dirigirse a las mujeres en condición de igualdad y una especial entrega y generosidad en el placer sexual de cada dama conquistada, relegando a un segundo plano el habitual egoísmo de los hombres del siglo XVIII en este plano.
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