Sacrifico y abnegación le pidieron sus superiores a Gessa-mí Sánchez-Ollé en la primavera de 2008, aunque con otras palabras. Esta investigadora barcelonesa de 32 años había pasado los últimos cuatro estudiando terapias contra la enfermedad de Gaucher, una dolencia hereditaria poco común, en el Departamento de Genética de la Universitat de Barcelona. Su trabajo se sufragaba con una beca de cuatro años que pagaba el Ministerio de Educación y Ciencia y cuyo objetivo final era que Sánchez-Ollé terminase su investigación, que sería también su tesis doctoral.
A finales de abril de 2008, su estudio con células de pacientes no estaba terminado, pero sí su financiación. Los directores de tesis de Sánchez-Ollé no podían ofrecerle gran cosa. "Me dijeron que siguiese trabajando y viviera de diez meses de paro que me quedaban y que tal vez podrían suplementarlo", explica Sánchez-Ollé. "Si me hubieran hecho un contrato, me habría quedado, pero no cobrando en negro, como me propusieron", explica la investigadora, que ahora trabaja en el Hospital Vall d'Hebron de Barcelona en un trabajo relacionado con la medicina, pero no con la investigación básica, que era su vocación.
La situación no es ni nueva ni única. En la organización a la que pertenece Sánchez-Ollé, la Federación de Jóvenes Investigadores/Precarios, conocen muchos más casos de becarios que trabajan sin cobrar durante meses o años. La práctica es muy común en centros de investigación y universidades y los responsables de los grupos de investigación lo defienden, ya que el trabajo que hace el becario gratis es en realidad en su beneficio, pues servirá para mejorar su currículum con nuevas publicaciones en revistas científicas, que es la vara de medir la calidad de cualquier investigador. En resumen: sacrificio y abnegación.
En España, como en otros países, la carrera investigadora es dura, incierta y vocacional. Una vez conseguido el doctorado, los jóvenes deben seguir buscando laboratorios que necesiten doctores con su perfil y cuyos responsables puedan permitirse pagarles un sueldo durante los tres, cuatro o cinco años que dure el proyecto. El objetivo del investigador joven en España es ir enlazando estos contratos temporales, algunos de ellos, si es posible, en el extranjero, hasta lograr una plaza fija como investigador, algo que, con suerte, sucede cuando están ya bien entrados en la treintena. "Lo malo de la ciencia es que te tienes que ir moviendo por el mundo y es difícil quedarte donde quieres", explica Sánchez-Ollé.
Ella empezó estudiando Medicina, pero a los dos años decidió cambiar a bioquímica, tras una estancia en la Universidad de Cambridge en la que estudió el desarrollo neuronal. Esa era su vocación y la persiguió hasta el día en que le ofrecieron trabajar y cobrar el paro a la vez. La investigadora se negó, buscó otro trabajo y lo consiguió, como coordinadora de bases de datos de oncología en el Vall d'Hebron, un empleo en el que tiene contrato fijo, pero no hace ciencia básica. Desde entonces ha seguido yendo a su antiguo laboratorio los fines de semana para terminar su trabajo sobre la enfermedad de Gaucher con el beneplácito de sus antiguos jefes. Su tesis fue aprobada el mes pasado.
"Supongo que, si volviera a empezar, haría lo mismo, porque también se aprende de las malas experiencias, pero algún día hay que hacerse mayor y empezar a trabajar de ocho a cinco", reconoce.
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