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2012/05/14

La vida en un pueblo fantasma


Vivir en la ciudad irlandesa de Adamstown, a pocos kilómetros de Dublín, es tranquilo. Quizás muy tranquilo. La que una vez fuera símbolo de un apogeo económico sin precedentes es ahora casi un pueblo fantasma, monumento del fracaso del sueño irlandés.
Uno de los legados del boom inmobiliario que impulsó vertiginosamente el crecimiento económico de Irlanda desde los 90 hasta el inicio de la crisis en 2007 fue la proliferación de complejos residenciales que ahora están prácticamente vacíos. Como en Adamstown.


Son las diez de la mañana de un día de semana y soy el único pasajero que se baja del tren. Esta reluciente estación tiene cinco plataformas, aunque durante la mayor parte del día sólo se detiene aquí un tren por hora.
Las barreras automáticas están levantadas. Cuando paso, un aburrido y solitario empleado asiente con la cabeza desde el único kiosco que se encuentra abierto.
Al final de las escaleras puede verse una placa de metal con letras doradas: "Estación de Adamstown, inaugurada oficialmente el 16 de abril de 2007 por Bertie Ahem", el ex jefe de gobierno de la República de Irlanda.
Abril de 2007 fue uno de los últimos meses donde prevaleció el optimismo. Una época en la que todavía se podía respirar esperanza, justo antes de que el llamado "tigre celta" cayera fatalmente enfermo.
Desde mediados de los años 90 Irlanda comenzó a enriquecerse. Las compañías multinacionales contrataban personal, se abrían nuevos negocios, llegaban inmigrantes de Europa del Este y muchos irlandeses regresaban a su país para participar de las ganancias del auge económico.
La ciudad necesitaba nuevas casas para la población creciente y así fue como en 1998 se esbozaron los planes para fundar una nueva gran ciudad. Diez mil hogares para albergar a 25.000 personas.
El lugar geográfico no podía ser mejor, una campo verde al lado de la principal vía ferroviaria, a menos de 15 minutos de Dublín y cerca de la carretera que conecta la capital con el noroeste del país.
En 2006, en el momento más álgido de la burbuja inmobiliaria, las primeras propiedades salieron a la venta.
Repitiendo una escena común de la época, potenciales compradores hacían largas filas para ver los inmuebles. En los primeros dos días se vendieron 330 viviendas.

Silencio

"Adamstown, un concepto totalmente diferente", dice el folleto que me entrega cordialmente el agente inmobiliario mientras me muestra una de las casas.
"¿Cómo van las cosas?", pregunto. "Está lento", admite. Hoy, una casa de cuatro habitaciones cuesta alrededor de US$280.000. Una propiedad similar costaba cerca de US$650.000 antes del colapso.
Fuera, un hombre de seguridad me mira desde su camioneta estacionada cerca de unos tablones de madera que estaban destinados a la construcción de otras viviendas.
"¿Cuándo van a empezar los trabajos de construcción?", le pregunto. No sabe qué responder, pero la vendedora sale en su ayuda y me contesta con entusiasmo: "En las próximas semanas, espero", dice.
"¿Cómo es vivir aquí?", le inquiero. "Tranquilo", responde, "muy tranquilo".
En la actualidad, poco más de 1.200 casas están habitadas. Las familias con niños cuentan con los servicios necesarios.
Hay dos escuelas primarias y una secundaria. Las salas de las guarderías están llenas de niños, pero éstas son las únicas señales de vida que veo mientras recorro las calles de la ciudad.
A no ser por el cartero, dos obreros municipales que reparan una carretera y un corredor solitario, el lugar parece desierto.
El silencio sólo se ve interrumpido por los anuncios de la estación de tren que informan a los pasajeros inexistentes que se alejen del borde de la plataforma porque se aproxima un tren.

Esperanza

Quienes llegaron a vivir aquí primero escucharon una y otra vez que su instinto pionero sería recompensado. Les aseguraron que habría 50 tiendas, nueve restaurantes y dos bares. Hoy día la ciudad tiene solamente un almacén de provisiones, una peluquería y una pizzería.
Se planificaron cuatro parques para crear un oasis verde para sus habitantes. Había proyectos para construir un gran biblioteca y una plaza con cafés y un cine con ocho salas.

En una obra abandonada todavía puede verse un gran afiche que muestra a cinco niños nadando. El permiso para construir un centro de deportes fue aprobado en 2008, pero éste nunca llegó a materializarse.
Sin embargo, pese la sumatoria de fracasos, existe un sentido de comunidad en Adamstown. No hay una iglesia, pero sí una asociación de atletismo y grupos de ciclismo y de caminatas.
La proliferación de apellidos asiáticos en el club de cricket y las clases de inglés que ofrece una de las escuelas reflejan una Irlanda más multicultural que antes.
Y aunque representan menos del 10% de lo que estaba planificado, las casas que se construyeron son modernas y confortables.
Mientras camino hacia la estación, dejando atrás los viejos afiches que hablan de un emprendimiento prometedor y un estacionamiento de bicicletas vacío, no puedo dejar de pensar en lo que el futuro le deparará a Adamstown.
Al igual que en muchos otros aspectos de la vida en Irlanda, me da la sensación de que aquí está apretado el botón de pausa. Quizá los años por venir le devuelvan a Adamstown la esperanza.

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