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2012/05/04

Coto a los gigantes tecnológicos


Ya en 2004, mientras Google se preparaba para salir a Bolsa, Larry Page y Sergey Brin repetían la máxima que se suponía que definía a su empresa: “No seas malvado”. Pero ahora mismo, muchas personas —al menos, los simples mortales que no estamos en la sede de Google— parecen tener sus dudas respecto a ese eslogan no corporativo. ¿Cómo es que Google, una empresa repleta de sabios de la ingeniería, astutos expertos en marketing y duras mentes legales, sigue en medio de la polémica?
La última controversia tiene que ver con la extraña historia de Street View, un proyecto de Google que consiste en fotografiar el mundo entero, calle por calle, para su aplicación de mapas. Pero resulta que, al parecer, Google estaba recopilando algo más que simples imágenes: las autoridades de EE UU acusan a la empresa de tomar también datos personales de los sistemas wifi, como direcciones electrónicas y contraseñas.
¿Malvado? Es difícil saberlo. Pero al menos es lo bastante como para hacerse acreedor de una multa de 25.000 dólares por parte de la Comisión Federal de Comunicaciones y, lo que es mucho más perjudicial, provocar las sonoras protestas del Congreso estadounidense y los defensores privados. Una portavoz de Google ha calificado el pirateo de “error”.
Muchas personas podrían perdonar este episodio, si no fuese por otros inquietantes que suceden en Google. Se ha acusado a la empresa de infringir derechos de reproducción, aprovecharse del trabajo de otros en su propio beneficio y violar las protecciones europeas de la privacidad personal, entre otras cosas. Y Google, un desamparado convertido en cacique, no es ningún gigante humilde. Tiende a encarar cualquier asunto polémico con un aire que está en un punto intermedio entre “confiad en nosotros” y “lo que es bueno para Google es bueno para el mundo”.
Pero achacar lo que está pasando únicamente al poder o a la arrogancia de una sola empresa supone no tener en cuenta una dimensión importante del actual negocio de la alta tecnología, en el que se producen ataques frecuentes, reales o imaginados, contra diversas normas y prácticas empresariales.
Mark Zuckerberg se ha disculpado muchas veces por las cambiantes políticas de Facebook sobre la privacidad y la propiedad de los datos.
A Jeffrey P. Bezos se le ha criticado por el modo en que Amazon.com- comparte datos con otras empresas y por la información que almacena en su navegador. Y Apple, incluso antes de que se la criticase por sus prácticas laborales en Foxconn en China, recibió críticas por su forma de manejar información personal al hacer recomendaciones musicales.
Cuando surgen problemas así, los ejecutivos suelen mirar a sus acusadores sin comprenderlos. Cuando, hace poco, se descubrió que una empresa llamada Path estaba recopilando las agendas digitales de sus clientes, por ejemplo, su fundador calificó el proceso de “práctica recomendada en el sector”. Pero tuvo que dar marcha atrás una vez se desató una tormenta de censuras.

Una parte del problema de Google podría no ser más que un dilema empresarial corriente. “Con la máxima ‘no seas malvado’, Google se expuso a ser acusado de hipocresía en cuanto se acercase al límite”, explica Roger McNamee, que invierte en Silicon Valley desde hace mucho tiempo. “Ahora están a la defensiva, con un negocio debilitado, especialmente por Apple. Y cuando la gente se pone a la defensiva puede hacer cosas que son emocionales, no razonables, y empiezan los malos comportamientos”.
Pero “no seas malvado” también representa la imposibilidad de un código social más matizado, un problema al que se enfrentan muchas empresas de Internet. En teoría, eBay puede convertir a cualquier persona del planeta en comerciante. Amazon Web Services proporciona a cualquiera un superordenador barato. Twitter y Facebook hacen posible publicar para millones de personas. Y herramientas como el Traductor de Google nos permiten superar las barreras lingüísticas.
Según Reid Hoffman, fundador de LinkedIn, “estas empresas regalan algo muy valioso, un bien público, con productos gratuitos como el buscador de Google, que transforman las culturas”. “Lo fácil es decir: ‘Si intentáis regularnos, causaréis más perjuicio que beneficio, no sois buenos arquitectos sociales’. No lo respaldo, pero lo comprendo”, añade.
Los ejecutivos no saben todavía lo que sus influyentes cambios conllevan y, como el resto de nosotros, sienten vértigo por el ritmo del cambio. Cuando quienes construyen la tecnología apenas comprenden el efecto que puede tener, los reguladores del sistema quedan desorientados.
Si la tecnología está generando una nueva cultura, con nuevas nociones de lo privado y lo compartido, la incapacidad para sobrepasar los límites nos obliga a aprender adónde se han trasladado esos límites. Sin embargo, visto desde fuera, puede parecer que las empresas juegan a “atrápame si puedes”.
Hoffman cree que el sector de la tecnología tiene que tomar conciencia de lo mucho que sus productos están modificando la sociedad. “Debería haber un grupo que debata con los agentes políticos los problemas generales relacionados con los datos y la privacidad. Algo que les convenza de que no son malvados, aunque se les permita husmear”.

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