En las profundidades de los archivos de la Colección Wellcome de Londres, ese magnífico tesoro oculto de curiosidades médicas, hay una pequeña caja blanca de cartón.
Adentro hay un par de aparatos médicos. Son sencillos. Cada uno consiste en una barra de acero de 8cm, con un mango de madera.
"Estas horripilantes cosas son instrumentos de lobotomía. Nada sofisticado", dice el archivista Lesley Hall.
Estas barras alguna vez representaron lo más avanzado de la ciencia psiquiátrica. Eran las herramientas operativas de la lobotomía, también conocida como leucotomía, una operación que era considerada como una cura milagrosa para una variedad de enfermedades mentales.
Por miles de años la humanidad había practicado la trepanación, agujereando el cráneo para dejar salir a los espíritus malvados.
La idea de la lobotomía era diferente. El neurólogo portugués Egas Moniz creía que los pacientes con conductas obsesivas sufrían de problemas en los circuitos del cerebro.
En 1935, en un hospital de Lisboa, pensó haber encontrado la solución. "Decidí cortar las fibras conectivas de las neuronas activas", escribió en una monografía titulada "Cómo llegué a hacer una leucotomía frontal".
Su técnica original fue adaptada por otros, pero la idea básica se mantuvo.
Los cirujanos perforaban un par de huecos en el cráneo, ya sea en un lado o en la parte superior, e introducían un instrumento afilado -un leucotomo- en el cerebro.
El cirujano luego lo movía de un lado a otro para cortar las conecciones entre los lóbulos frontales y el resto del cerebro.
Moniz reportó mejoras dramáticas en sus primeros 20 pacientes. La operación fue acogida con entusiasmo por el neurólogo estadounidense Walter Freeman, quien se convirtió en un evangelista del proceso. Fue él quien hizo la primera lobotomía en Estados Unidos en 1936, y luego la divulgó por el mundo entero.
Desde principios de la década de los '40, empezó a ser vista como una cura milagrosa en el Reino Unido, donde los cirujanos ejecutaron proporcionalmente más lobotomías que EE.UU.
A pesar de la oposición de algunos doctores -particularmente los psicoanalistas- se convirtió en parte integral de la psiquiatría.
La razón de su popularidad era simple: la alternativa era peor.
"Cuando visitaba hospitales de salud mental... veía camisas de fuerza, celdas acolchonadas, y era patente que algunos pacientes eran -siento tener que decirlo- sujetos a violencia física", recuerda el neurocirujano retirado Jason Brice.
El chance de una cura a través de la lobotomía parecía preferible a una cadena perpetua en una institución.
"Esperábamos que ofreciera una salida", dice Brice. "Esperábamos que ayudaría".
Miles y miles
La operación se volvió tan popular que había doctores , como el británico Sir Wylie McKissock, que llegaron a hacer miles.
Terry Gould, quien trabajó con McKissock como anestesista, piensa que su antiguo jefe llevó a cabo unas 3.000.
"Era un proceso que tomaba cinco minutos", y McKissock -cuenta Gould- se prestaba para hacerlas hasta en los fines de semana.
"Iba a otros hospitales en la mañana de un sábado, hacía tres o cuatro leucotomías, y regresaba".
Según Brice, la operación podía tener resultados dramáticos en algunos pacientes, pero cada vez tenía más dudas al respecto, especialmente cuando se trataba de pacientes con esquizofrenia.
El psiquiatra John Pippard le hizo seguimiento a varios cientos de pacientes de McKissock y encontró que alrededor de un tercio se benefició, a un tercio no le afectó y el otro tercio empeoró.
A pesar de que él mismo había autorizado lobotomías, luego se opuso a su práctica.
"No creo que ninguno de nosotros estabamos realmente cómodos poniendo una aguja en el cerebro y agitándola".
En 1949, Egas Moniz ganó el premio Nobel por inventarse la lobotomía, y la operación llegó a la cima de su popularidad.
Pero a partir de mediados de los '50, rápidamente cayó en desgracia, en parte porque los resultados eran pobres y en parte gracias a la introducción de la primera ola de medicamentos psiquiátricos efectivos.
Décadas más tarde, cuando trabajaba como enfermero psiquiátrico en una institución, Henry Marsh cuidaba pacientes a los que se les hizo lobotomías.
"Eran esquizofrénicos crónicos y eran a menudo los más apáticos, lentos y acabados", dice.
Marsh, quien hoy en día es un eminente neurocirujano, dice que la operación sencillamente era mala ciencia. "Era muy mala medicina, mala ciencia, pues era claro que nunca se le hizo seguimiento apropiado a los pacientes".
"Si uno veía al paciente después de la operación, parecía que estaba bien: hablaba, caminaba y le decía 'gracias' al doctor", observa.
"El hecho de que los habían arruinado totalmente como seres humanos sociables probablemente no importaba".
Terry Gould, quien trabajó con McKissock como anestesista, piensa que su antiguo jefe llevó a cabo unas 3.000.
"Era un proceso que tomaba cinco minutos", y McKissock -cuenta Gould- se prestaba para hacerlas hasta en los fines de semana.
"Iba a otros hospitales en la mañana de un sábado, hacía tres o cuatro leucotomías, y regresaba".
Según Brice, la operación podía tener resultados dramáticos en algunos pacientes, pero cada vez tenía más dudas al respecto, especialmente cuando se trataba de pacientes con esquizofrenia.
El psiquiatra John Pippard le hizo seguimiento a varios cientos de pacientes de McKissock y encontró que alrededor de un tercio se benefició, a un tercio no le afectó y el otro tercio empeoró.
A pesar de que él mismo había autorizado lobotomías, luego se opuso a su práctica.
"No creo que ninguno de nosotros estabamos realmente cómodos poniendo una aguja en el cerebro y agitándola".
En 1949, Egas Moniz ganó el premio Nobel por inventarse la lobotomía, y la operación llegó a la cima de su popularidad.
Pero a partir de mediados de los '50, rápidamente cayó en desgracia, en parte porque los resultados eran pobres y en parte gracias a la introducción de la primera ola de medicamentos psiquiátricos efectivos.
Décadas más tarde, cuando trabajaba como enfermero psiquiátrico en una institución, Henry Marsh cuidaba pacientes a los que se les hizo lobotomías.
"Eran esquizofrénicos crónicos y eran a menudo los más apáticos, lentos y acabados", dice.
Marsh, quien hoy en día es un eminente neurocirujano, dice que la operación sencillamente era mala ciencia. "Era muy mala medicina, mala ciencia, pues era claro que nunca se le hizo seguimiento apropiado a los pacientes".
"Si uno veía al paciente después de la operación, parecía que estaba bien: hablaba, caminaba y le decía 'gracias' al doctor", observa.
"El hecho de que los habían arruinado totalmente como seres humanos sociables probablemente no importaba".
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