Fuente: El Pais.
El lingote es más grueso y estrecho que un ladrillo. Del tamaño de un  bizcocho. Pesa 30 kilos. Salió hace horas al rojo del horno. Muestra  una superficie irregular, rugosa y mate. Sembrada de costras  cristalinas. Tiene un tono plomizo. Cuesta levantarlo. Está helado. Como  si guardara en su alma la memoria de haber permanecido millones de años  atrapado en las entrañas de la tierra en un territorio donde se  alcanzan los 40 grados bajo cero. Vale 400.000 euros. Contantes y  sonantes. Más adoquines de oro duermen sobre el suelo de la fundición.  Los mineros los manejan con indiferencia. Casi con desprecio. Son tipos  duros y silenciosos. Muy cautos. En el negocio del oro la discreción es  la ley.
Jóvenes ya viejos. Anónimos en su clónico atuendo de faena. Con la  cara tiznada, barba de días y manos nudosas como cepas. Consumen su  existencia en la mina Veladero, a 5.000 metros de altura. Donde hasta  hace una década sólo habitaban los guanacos, unos mamíferos emparentados  con las llamas. Donde el aire es seco como la lija y nunca llena del  todo los pulmones. A los operarios no les preocupa el producto de su  trabajo. Si un pedazo de este lingote parirá un día un Rolex de 20.000  euros. Ellos trabajan por 800. Se alimentan con un pesado rancho  cuartelero. Hoy, lentejas y empanada. Sobreviven. Y sueñan con sus 14  días de descanso tras 14 de trabajo; escapar, bajar, respirar. Antes de  abandonar el campamento rumbo a San Juan, Tudcum o Rodeo, a nueve horas  de aquí, serán registrados a conciencia. En especial sus botas. Las  suelas son sometidas a un riguroso control de metales. También las de  los dos periodistas. "Es un procedimiento habitual. Siempre desaparece  algo; se pierde entre la ropa interior... descontamos una merma  de 200 gramos al mes", aclara el encargado de seguridad de la mina.
Para  producir este lingote de 30 kilos los mineros han tenido que arrancar,  mover, pulverizar y someter a procesos químicos 20.000 toneladas de  roca. Primero las explosiones a base de nitrato de amonio y fuel  (puntuales tras el almuerzo) que retumban en todo el valle del Cura.  Luego pegarle un bocado a la cordillera (como llaman aquí a los  Andes) con excavadoras que degluten 20 toneladas de montaña en cada  paletada. Y trasladar los escombros en monstruosos camiones Caterpillar.  Triturarlos a conciencia y regarlos con una solución de agua alcalina y  cianuro hasta conseguir un barro grisáceo con pinta de comida para  gatos. El último paso para conseguir los lingotes de metal doré  (mezcla de oro y plata) es hornear esa pasta en la retorta. ¡Ale hop!  Surge el oro por arte de magia.
Esta mina perdida en  los Andes argentinos, a 5 kilómetros de Chile y 170 de la civilización,  va a proporcionar 200 toneladas de oro a lo largo de sus 17 años de vida  a la canadiense Barrick. Después caerá agotada. Y pasará al olvido.  Como aquellos poblados americanos del Gold Rush. Usar y tirar. Y  buscar nuevos filones. Lo denominan minería golondrina. La  producción durante esos 17 años está calculada al gramo. Inventariada  como reservas. Barrick basa su valor en Bolsa en la promesa de  extraer y colocar en el mercado esos kilos de oro. Y en los de otras 27  minas de su propiedad en los cinco continentes. En Veladero, cada  tonelada de roca proporciona 1,4 gramos de metal precioso. Para  conseguir un discreto anillo de oro hay que volar 20 toneladas de  montaña. A ciegas. El oro no se ve. Se adivina. Química y  geológicamente. Las pepitas son una anécdota del pasado. Ya no existe el  tesoro de Sierra Madre. Está disperso en cantidades  microscópicas. Como si alguien lo hubiera espolvoreado sobre kilómetros  de terreno desierto. Hay que ir más lejos, a lugares más inaccesibles,  cavar más hondo y gastarse más dinero para arrancar menos. Y, desde los  ochenta, trabajar a cielo abierto. Como en Veladero. Este tipo de  explotación dobla la producción de la minería tradicional de galerías.  El daño ambiental puede ser irreparable.
El oro se está agotando.  Se ha producido más del que queda. Hay más oro en las grandes ciudades,  en los bancos centrales, en los fondos de inversión, que bajo tierra.  Más cosechado que por cosechar. Los expertos dicen que los yacimientos  auríferos tocarán fin en 20 años. Las minas de Sudáfrica, la ubre  mundial durante un siglo, están extenuadas. China ha tomado el relevo  como primer productor. Devora. Y primer consumidor. Compra todo lo que  puede. Inmersos en una sociedad rural y poco bancarizada, los  chinos prefieren ahorrar en oro que en papel moneda. Para responder a su  demanda, las multinacionales se han lanzado a explorar frenéticamente.  Se intenta incluso reabrir minas que se daban por agotadas. Se ha  triplicado la inversión en exploración. Al precio actual del gramo  (cuatro veces más que en 2000) vale la pena arriesgarse. El premio es  seguro.
Observadas con lupa por sus desmanes, arrastrando  siempre el complejo de arramplar más de lo que aportan, las mineras se  ven hoy obligadas a proyectar una imagen de responsabilidad social y  laboral y de compromiso con el medio ambiente. Engrasar lobbies. Ganarse  a los políticos y las comunidades vecinales. Elaborar sinceros informes  de impacto ambiental. Ofrecer mejores condiciones laborales.  Especialmente en los países desarrollados. Algo que no pasa en China,  donde 2.000 mineros mueren cada año. O en Ucrania y Rusia, que le va a  la zaga. Ya no es estético (ni ético) dejar a la vista las heridas que  provoca la minería. Hay que taparlas. Y monitorizar los vertidos. Y  torear a los ecologistas. Y ganarse a los medios. E invertir en el  desarrollo de la región. Las mineras tienen que gastar más para ganar  mucho. Y el mercado está alerta. Barrick se juega cada jornada su  cotización. Sus ejecutivos tienen un ojo puesto en los yacimientos y  otro en Wall Street. Su director de comunicación, Miguel Martín, lo  explica: "No es que hagamos filantropía; es que practicar una minería  responsable, moderna, sostenible y respetuosa es un buen negocio. Lo  exigen nuestros inversores. Sobrevives en este negocio si consigues  proyectos; si tienes una buena imagen global y ganas licitaciones. Los  inversores ponen su dinero en tus acciones si haces bien las cosas. No  quieren problemas. No quieren escándalos". No se equivoca nuestro  compañero de viaje, las multinacionales mineras ya no quieren ser  tachadas de peligrosas, sucias, depredadoras, golpistas y egoístas. Nada  de diamantes de sangre. A la larga supone perder dinero. Un buen  ejemplo es la caída en picado de las acciones de British Petroleum tras  su vertido de crudo en el golfo de México. Un ave agonizando entre  petróleo no es la mejor tarjeta de presentación en Bolsa.
Crear  una mina es un proceso lento. Desde que se descubrieron los yacimientos  de Veladero hasta que se fundió el primer lingote de oro pasaron 10  años. La región llevaba 20 siendo explorada. Con mula y tienda de  campaña. En 1997, su adjudicataria, una compañía argentina, encontró  oro. Mantuvo en secreto el descubrimiento. Estrategia empresarial. El  precio del metal precioso se había desplomado en esos días. No era  momento de rascarse el bolsillo. Barrick puso sus ojos en Argentina. Un  país virgen. Sin tradición minera. Consiguió hacerse con la propiedad  del yacimiento tras varias operaciones financieras. En 2003, con la  totalidad de las acciones de Veladero en su poder, comenzó la  construcción de este complejo de 130 kilómetros cuadrados. Para empezar,  un camino minero de 160 kilómetros que cruza montañas y corta glaciares  a 5.000 metros de altura. Por fin, en octubre de 2005, durante una gran  fiesta en San Juan, fue presentado en sociedad el primer lingote del  yacimiento.
El oro es una apuesta a largo plazo. Una vez  que una mina arranca, cada minuto cuenta. Hay que hacer caja. Y repartir  dividendos. Para que cuadren los balances y se cumplan sus previsiones  hasta el cierre del yacimiento, la minera deberá llevar a cabo miles de  explosiones y mover cientos de miles de millones de toneladas de  terreno. Ya ha desviado ríos. Trazado y construido caminos y carreteras;  campamentos y un gigantesco centro logístico; instalado generadores  solares y eólicos; centros de comunicaciones, puestos de control  policial y refugios contra la nieve. Sus 1.500 empleados trabajan día y  noche en tres turnos. Cada uno de los 34 camiones Caterpillar 793 cuesta  dos millones de euros. Barrick, la primera empresa del sector, ha  enterrado en este yacimiento 630 millones de euros. No hay tiempo que  perder. El mundo padece una insaciable sed de oro.
La cotización  del metal amarillo se alimenta de la incertidumbre. Y hoy abunda. Sea  por la ansiedad de Wall Street, la crisis del sistema bancario, la  amenaza de Irán, el creciente papel de China, la quiebra de Grecia o la  debilidad del euro. O por la suma de todos ellos. El oro es el valor  refugio. El lingote bajo la cama. La inversión de los cobardes. Una  "reliquia bárbara", como la definió el economista John Maynard Keynes.  "El oro cristaliza el miedo", explica Juan Ignacio Crespo, matemático,  experto financiero y director europeo de la compañía Thomson Reuters.  "El oro es miedo; miedo palpable. Ante la incertidumbre reacciona al  alza. La gente lo compra para refugiarse. Y su precio ha  sobrerreaccionado ante la intranquilidad de los mercados, las pérdidas  empresariales y algunas sorpresas como la estafa de Madoff. Todo eso ha  provocado una fiebre por este activo, que se mueve generalmente al  margen de los intermediarios (como el odiado Bernie Madoff). El oro se  ha disparado. Sube porque sube. No hay otra explicación. El dólar está  fuerte, y la inflación, controlada. Y el oro se consideró siempre un  salvavidas cuando el dólar decaía y la inflación arreciaba. No hay  explicación. Subirá hasta que los inversores se den cuenta de que esta  rosa tiene sus espinas".
Algo que no se prevé a corto plazo. Su  precio supera los 30.000 euros el kilo. El triple que hace cinco años.  Cuatro veces más que en 2000. El mayor de su historia. Las acciones de  las mineras se han disparado. Especialmente en el último mes. "Cuando el  oro sube uno, las mineras suben dos; y cuando baja uno, las mineras  bajan dos. Hay que aprovechar la coyuntura cuando hay dinero fresco",  dicen desde la industria.
En torno al oro todo son preguntas sin  respuesta. La única certeza es que si sube, mal asunto. Hay que echarse a  temblar. No es lo mismo que con otras materias primas estratégicas. El  paladio y el platino, metales preciosos y componentes clave de la  industria automovilística, pueden cotizar al alza si se prevé un  despegue de las ventas de coches. El petróleo puede escalar si China y  la India anuncian crecimiento y se prevé una mayor demanda energética.  El oro sólo sube cuando algo va mal. Es gafe. Un chivato que avisa de un  futuro negro. Lo reconocía durante unas jornadas sobre el oro en el  Instituto de Estudios Bursátiles el economista y estratega de Citigroup  José Luis Martínez Campuzano: "Comprar oro es jugar al riesgo. Tirar la  moneda al aire esperando que ocurra algo horrible. La inquietud le viene  bien. Su precio se basa en expectativas. Vive del miedo. Es poco  racional. Y aunque se nos diga que la recuperación económica mundial es  un hecho, el creciente papel del oro como refugio nos está indicando que  no se pueden lanzar las campanas al vuelo".
El oro es el último  mito. El último dios pagano. Vale porque queremos que valga. Es una  alucinación colectiva. No sirve para nada, pero se mata y muere por él.  Tiene valor porque creemos que lo tiene. Podríamos vivir sin él. No es  indispensable. Es un activo financiero más que una materia prima. No  mueve el mundo como el petróleo, el uranio o el gas. No tiene la  utilidad del cobre, el níquel, el carbón o el hierro. No alimenta como  la soja; no se convierte en combustible como el maíz. Tiene un papel  marginal en la medicina y la industria electrónica. Su uso principal es  la joyería (la India consume un 80%), la inversión y la especulación. Y  como estática reserva de los Estados; como elemento de su soberanía y  prestigio y ante situaciones de emergencia: desde una guerra hasta una  suspensión de pagos (otra ración de miedo).
Y con todo, es la  materia más codiciada. La más escasa. Resistente, inalterable, maleable,  divisible. La mayoría del oro que se ha producido a lo largo de la  historia (160.000 toneladas que cabrían en dos piscinas olímpicas)  permanece en circulación. Una y mil veces fundido nunca pierde su brillo  ni su poder. Contemplar cómo se derrite entre llamaradas azules en el  fondo de un crisol es un espectáculo mágico. Vale por su leyenda. El oro  del anillo de cualquier lector (lectora) de este reportaje tal vez  recubrió el sarcófago de un faraón o fue arrebatado a los dacios por los  romanos; llegó a Europa a bordo de un galeón; o fue un lingote de la  Alemania nazi con la esvástica grabada. Es el mismo oro. Es eterno.
Es  leyenda. En ocasiones negra. Desde los yacimientos esquilmados por  los conquistadores españoles y portugueses en Potosí, Ouro Preto, Sucre,  Guanajuato, Huanchaca y Zacatecas para financiar el capitalismo europeo,  hasta el oro africano manchado de sangre, la industria arrastra un  triste legado. Y también un presente inhumano con la denominada minería  artesana; la minería irregular, la de la miseria, que supone una  cuarta parte de la producción mundial de oro. Según la Organización de  las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial (UNIDO en sus siglas  inglesas), al menos 1,5 millones de personas, un tercio mujeres y niños,  se dejan la vida en Sudán, Tanzania, Laos, Mongolia, Perú o Brasil  extrayendo oro en condiciones intolerables. En algunas minas de los  Andes peruanos, los operarios son contratados bajo el feudal régimen del  cachorreo: el minero trabaja un mes sin cobrar y el día 31 puede  quedarse con todo el material que sea capaz de extraer. Si encuentra  una veta, puede ganar una pequeña fortuna; si no, debe empezar de nuevo.  Esta minería de los pobres alentada por la febril demanda de oro está  desforestando regiones de la Amazonia, lanzando toneladas de mercurio a  la atmósfera y los ríos y pudriendo los pulmones de los mineros.  Mientras aumente la cotización del oro, seguirá creciendo.
Al  igual que la industria del reciclaje, la llamada minería urbana.  La creciente demanda de oro y el estancamiento de la producción minera  han hecho que los países en desarrollo, principalmente en Oriente Medio,  India y el sureste Asiático, se hayan lanzado a recuperar minerales  preciosos (oro, plata, platino, rodio, paladio) de los teléfonos  móviles, los ordenadores y los catalizadores de los coches con  procedimientos fuera de control. De una tonelada de chatarra informática  se pueden extraer 15 gramos de oro. Diez veces más que de una tonelada  de roca de Veladero. El reciclaje es el segundo mayor proveedor de oro.  El problema es el impacto ambiental. Y las condiciones de trabajo de  esos otros mineros.
Posiblemente a causa de esa  realidad trágica que arrastra, el negocio del oro sea tan opaco. Sus  explotaciones están localizadas en lugares remotos. El negocio rara vez  abre sus puertas. Ni muestra sus lingotes. Ni proporciona más  información que la justa. Empezando por los bancos centrales, que  almacenan con sigilo una cuarta parte de las reservas mundiales, y  continuando por las refinerías, principalmente suizas, que se mantienen  enfermizamente fuera de los focos. Tampoco son transparentes los  compradores y vendedores profesionales. Apenas hay que entrar en algunos  comercios de los barrios más populares de Madrid y Barcelona, para  sumergirse en un universo inquietante donde la violencia se palpa cuando  uno se presenta como periodista. "Aquí nada de fotos", es la respuesta.  A.V., un treintañero empresario holandés que dirige Oro-Express, una de  las franquicias de compraventa nacidas al rebufo de esta última fiebre  del oro, pide que no figure su nombre en este reportaje por motivos de  seguridad. "Pueden amenazar a mi mujer, secuestrar a mis hijos... El  negocio del oro en España no es profesional. En Oro-Express le queremos  dar la vuelta. Esto no tiene nada que ver con Suiza, Alemania o Austria,  donde todo es serio; un vehículo de inversión respetable con mucha  demanda. Aquí la gente no se fía. Todo es cutre. Da miedo. El oro en  España siempre ha tenido mala imagen. A nuestras tiendas vienen a vender  cosas robadas o a comprar oro con dinero negro y sin factura, y no  puede ser. Nos negamos. Hay que convertir este negocio en algo  respetable. Donde tu madre pueda venir a vender sus joyitas. Sacarlo de  las sombras".
El último eslabón de la cadena de esa  opacidad del sector son los inversores rusos y canadienses que han  vuelto sus ojos hacia los históricos yacimientos auríferos de Asturias  que pretenden resucitar. Se han negado a ofrecer ninguna información  para este reportaje sobre sus proyectos a cielo abierto en El  Valle-Boinás, Carles y Salave. Tras los primeros contactos, la callada  por respuesta. Los ecologistas aguardan.
Quizá debido a esa espesa  opacidad del sector fue una sorpresa que Barrick, la compañía líder del  sector con una producción de 250 toneladas de oro al año, autorizara  nuestra visita a Veladero, una de las minas más aisladas del planeta, en  tiempo récord. Su intención era clara: dar ejemplo de transparencia en  un negocio siempre en tela de juicio. Esta compañía canadiense nacida en  1983 comenzó a explorar fuera de Norteamérica en 1993. Hoy está  presente en una decena de países, desde Australia hasta Tanzania.  Argentina es su último El Dorado. Un territorio virgen e  inexplorado. Espalda con espalda con Chile, donde cerca de un 10% del  PIB se debe a la minería. A sólo cinco kilómetros de Veladero se  construye el complejo Pascua-Lama, que reúne a los dos países en un  proyecto binacional en el que Barrick invertirá cerca de 3.000 millones y  donde espera extraer 10 veces más cantidad de oro que en Veladero.  Entrará en funcionamiento en 2013. Un tercer proyecto aurífero al sur de  Argentina, en la localidad de Esquel, fue rechazado por el 81% de su  población en un referéndum celebrado en 2003. Su futuro es incierto. Su  nueva propietaria, la minera canadiense Yamana Gold, no ha tirado la  toalla. El debate está abierto. "La pregunta que nos hacemos en  Argentina es si esto vale la pena. Conforme, puede traer riqueza, pero  también sabemos que esta gente no ha venido a hacer beneficencia",  reflexiona un cirujano de San Juan que solicita permanecer en el  anonimato. "A la larga, ¿qué vamos a sacar de todo esto? Estamos  entregando el oro como hacían los indios en el siglo XVI a cambio de muy  poco; de un 3% de regalías por lo producido. Esta minería es  multinacional, intensiva, entreguista y exportadora. Todo lo contrario a  como debería ser. ¿Y después de esos 17 años, qué? ¿Qué nos queda? ¿La  contaminación y la pobreza? Pero los ecologistas lo han hecho mal. Han  mentido. Han dado datos falsos. Y con la mina está entrando mucho dinero  en San Juan. El 30% de los ingresos de la provincia vienen de Veladero.  Hablan de 45.000 empleos inducidos. Esta provincia era lo último de  Argentina. Y las minas han frenado el éxodo. ¿A qué carta nos  quedamos?".
Según nuestro acuerdo con Barrick, la visita a  la mina Veladero duraría, por cuestiones de seguridad, un día. Doce  horas de avión desde Madrid hasta Buenos Aires. Tres hasta Mendoza. Dos  de coche hasta San Juan. Un exhaustivo reconocimiento médico. Una sesión  de propaganda corporativa. Y la firma de un documento eximiendo a la  minera de cualquier responsabilidad sobre nuestra integridad física. A  las tres de la madrugada comenzaba el viaje hasta Veladero: tres horas  de carreteras secundarias y seis de camino minero bajo la protección de  la Gendarmería Nacional y escoltados por una ambulancia. El camino de  tierra está tapizado de sal para evitar su congelación. Cada pocas horas  un enfermero mide a los visitantes la saturación de oxígeno en la  sangre.
Un recorrido bellísimo, agotador e interminable. Con  paradas inesperadas por los vientos de 100 kilómetros. Por un territorio  agreste, sin vegetación ni vida animal. Paredes verticales de miles de  metros. Nieves perpetuas. Volcanes. Ríos congelados y una luz que  abrasa. En el paso de Conconta, a 5.000 metros de altura y 9 grados bajo  cero de temperatura (el invierno comienza en Los Andes en mayo), con  los cristales del vehículo cubiertos de hielo que se elimina con chorros  de alcohol, surge entre los viajeros el mal de altura, el maldito soroche,  que llevamos intuyendo desde que hemos superado la cota de los  3.500 metros. A partir de esa altura llega menos oxígeno a los tejidos.  Se traduce en mareos, nauseas y dificultad para respirar.  Conversaciones, las justas. Caminar con parsimonia. Subir escaleras es  correr un maratón. El conductor se enchufa la mascarilla de oxígeno, se  llama Daniel Gris y es de Rodeo. Nos pone éxitos de los ochenta. No  divisamos un vehículo durante horas.
El único que se cruza en  nuestro camino como un torpedo amarillo surgido de la nada es un furgón  blindado de Prosegur. Procede de la mina. Va a toda velocidad.  "Semanalmente transportamos desde Pascua-Lama hasta el aeropuerto de  Mendoza 1.500 kilos de metal doré", confirma la compañía de  seguridad. "El equipo que realiza este duro trabajo cuenta con una gran  preparación física y es sometido a revisiones médicas para velar por su  salud y su seguridad. Las unidades blindadas disponen de calefacciones  suplementarias, depósitos especiales de combustible, dispositivos de  seguimiento AVL y GPS con comunicación satelital y un equipamiento  especial de supervivencia con tanques de oxigeno". Una vez que los  guardias de seguridad depositen esos lingotes en Mendoza serán  embarcados en vuelos privados de Barrick con dirección a Zúrich (Suiza).  Y desde allí, enviados a las refinerías del sur del país. En ellas  serán separados la plata y el oro, y este, convertido en lingotes  oficiales de 12,5 kilos con una pureza de 999,99. De ahí, al mercado.  Desde una de estas empresas refineras, Argor-Heraeus, confirman que la  demanda de joyería ha bajado (sobre todo en Europa) y la de lingotes  para inversión se ha disparado. "No damos abasto".
No siempre fue  así. El oro no siempre ha estado de moda. En la historia ha  protagonizado distintos papeles: mito religioso, tesoro imperial,  material para acuñar, respaldo del papel moneda. A comienzos de los  setenta perdió su función de convertibilidad con el dólar. Y comenzó su  travesía del desierto. Tenía que redefinir su papel. En los noventa pasó  al olvido. Alcanzó mínimos. No podía competir con la burbuja  tecnológica. Y los nuevos productos de alto riesgo y gran rentabilidad.  Las mineras dejaron de explorar y vendieron sus producciones a precios  bajos, pero seguros. Los bancos centrales se desprendieron de cientos de  toneladas de sus anacrónicas reservas (caras de almacenar y  custodiar), en busca de activos que les proporcionaran mayores  beneficios. El Banco de España puso en el mercado 240 toneladas entre  2005 y 2007. Se precipitó. Ingresó menos de lo que podía haber  ingresado. Los analistas afirman que nadie pensaba que el oro fuera a  subir de los 400 dólares la onza. Sólo unos meses después su cotización  iniciaba un ascenso vertiginoso provocado por la crisis hipotecaria  estadounidense. El oro se convertía en un refugio seguro. Y doblaba su  cotización. No ha dejado de subir desde entonces.
La primera  visión de los yacimientos de Veladero es imponente. Una montaña  rebanada. Un anfiteatro de un kilómetro de profundidad donde cada  peldaño tiene 17 metros de altura. Un escenario irreal de Mad Max  donde se pierde la dimensión del tamaño de las cosas. La visita es  agotadora. Al mal de altura se suma la interminable contrainformación y  propaganda de los directivos de Barrick. Tienen una respuesta para cada  pregunta; un procedimiento de seguridad para denegar cada petición; una  cifra, un dato, un estudio que rebate cualquier crítica a su gestión  medioambiental. No hay por dónde cogerles. Es imposible. Si pides uno,  te dan tres. El cianuro es inofensivo; gastan menos agua de la  autorizada; gracias a ellos sobreviven los glaciares, la flora y la  fauna. Suma y sigue. Es un partido de tenis en la red en la que  responden a cada raquetazo con un golpe ganador. Están bien entrenados.
Hemos  visto y no hemos visto. Cada día 60 kilos de oro salen de estas minas.  De ahí, rumbo al planeta para saciar la sed de metal amarillo. El futuro  de esta tierra perdida habrá que verlo en 17 años. Cuando se cierre la  mina. De vuelta a San Juan, al anochecer, con el cielo teñido de un  extraño tono añil y la temperatura cayendo en picado, distinguimos una  manada, aquí la llaman tropilla, de guanacos inmóviles en una  charca. Son como esfinges. No se inmutan.
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