Mientras reparaba una Newcomen (máquina de vapor usada en las minas), James Watt tuvo la idea de aprovechar la expansión del aire calentado por el vapor de agua para convertir la energía térmica en mecánica. Ocurrió en 1765 y, rápidamente, Watt patentó su idea. Los libros de historia cuentan que aquí nace la Revolución Industrial. Pero los economistas Michele Boldrin y David K. Levine dicen que lo que hizo Watt, en realidad, fue retrasarla. Según ellos, el del escocés es sólo el primer caso de una larga serie que muestra cómo las patentes no ayudan a la innovación, sino que la frenan.
Watt, tras una serie de mejoras, inició el proceso para patentar su idea. Con la ayuda de Matthew Boulton, un rico financiero con buenas conexiones en el Parlamento de Londres, consiguió la patente en 1769. Desde entonces y hasta que expiraran los derechos sobre ella, todo el que necesitara una máquina de vapor debía pagarles una cantidad. Watt dedicó los siguientes años a perseguir judicialmente a los que intentaron copiar su máquina. También demandó a inventores que, ya antes que él, trabajaban en sus propios diseños. Para Boldrin y Levine, profesores de Economía de la Universidad de Washington, la industrialización no arranca con fuerza hasta que la patente expira, en 1810.
"La historia de James Watt es un caso de daños por culpa del sistema de patentes, pero esta no es una historia inusual", se puede leer en la introducción del libro de Boldrin y Levine Against intellectual monopoly (Contra el monopolio intelectual, editado por Cambridge University Press y que también se puede descargar gratis de la página de los autores). La obra recoge decenas de ejemplos de los últimos 200 años y de todos los sectores que muestran cómo las patentes han perjudicado el avance científico y tecnológico de la sociedad moderna. Y no sólo eso, también concluyen que la competencia, el intercambio de ideas y su copia son los verdaderos motores de la innovación.Miedo a la imitación
¿Cómo funcionan los innovadores, por qué innovan? Boldrin responde: "A pesar de que la absoluta mayoría de los economistas defiende que es imposible innovar si te pueden imitar o copiar, todas las industrias innovadoras han nacido en un entorno de mucha competencia". La creencia que sustenta la necesidad de las patentes y los derechos de autor es que, si no se les da una protección, el creador no va a innovar. "Pero debería ser algo obvio que es la competencia, y no el monopolio de ideas, lo que sustenta la creación", añade el economista.
De hecho, durante los 25 años que Boulton y Watt mantuvieron el monopolio sobre la máquina de vapor, el rendimiento del ingenio (medido en su eficiencia del carbón usado) se mantuvo constante. Entre 1810 y 1835, con las aportaciones de otros inventores como Richard Trevithick (que no patentó su bomba de inyección de vapor a alta presión), el rendimiento de las máquinas se multiplicó por cinco. El aumento de potencia generada alimentó la mejora en la extracción de minerales, la industrialización del sector textil y los transportes a vapor como el ferrocarril y la navegación moderna.
Los autores del libro retan a cualquiera a que les dé un solo ejemplo de nueva industria que haya nacido gracias a las patentes. Ni el automóvil, ni la aeronáutica, ni la química, ni los textiles deben su triunfo al monopolio y sí al intercambio de ideas, cuando no a la copia. Boldrin y Levine recurren continuamente a la historia porque en la actualidad es difícil encontrar, aparte de la ciencia básica, un sector de la investigación que no esté sujeto al sistema de patentes. Nacidas en los países anglosajones, primero en el Reino Unido y después en EEUU, esta forma de monopolio sobre las ideas tardó más en extenderse por Europa, tanto en el tiempo como por los diferentes sectores.
Ese retraso continental ayuda a defender las tesis de los dos economistas. La investigación química a escala industrial tuvo, en su origen, dos aplicaciones principales: lograr tintes para los textiles y nuevas medicinas. En 1862, el mercado del tintado lo controlaban británicos y franceses (con el 50% y el 40% de la producción respectivamente). Sin embargo, en 1913, antes de comenzar la Gran Guerra, Alemania controlaba el 80% del negocio, seguida de lejos por Suiza. ¿Qué había pasado?
La explicación de Against intellectual monopoly es que en estos países no se podían patentar los hallazgos químicos (en realidad, y en el caso de los tintes, Alemania permitió las patentes de procesos pero no del producto final). El caso francés es revelador. Tras una sentencia judicial, la compañía La Fuchsine ejerció su patente sobre un colorante concreto (el fucsia). Temerosas de una oleada de demandas, las otras firmas galas emigraron a Suiza, tierra libre de patentes, seguidas de otras químicas. Para 1913, Francia no tenía producción propia de productos químicos.
Expolio de la química alemana
Mientras tanto, la libre competencia provocó el florecer de la industria química alemana. Aunque desde 1887 se podía patentar el proceso concreto para conseguir un producto, una vez en el mercado la competencia podía conseguir uno similar si lo hacía por otro procedimiento. Se dio la paradoja de que las compañías alemanas como Bayer, Basf o IG Farben tenían una doble ventaja sobre las británicas o estadounidenses. Por un lado, la competencia interna animaba la innovación. Por el otro, patentaban en los países donde la ley lo permitía, impidiendo así la rivalidad de firmas extranjeras.
La I Guerra Mundial lo cambió todo. Como parte de las compensaciones de guerra, Alemania tuvo que renunciar a muchas patentes registradas en EEUU y Reino Unido, cuando no se robó directamente los secretos industriales. Según cuenta el libro, el gobierno británico entregó la propiedad intelectual de una planta de la germana Hoechst en suelo inglés a la estadounidense Du Pont. EEUU fue más allá, dándole acceso a todas las patentes químicas alemanas. Hoy, Du Pont es la segunda empresa del mundo en este sector.
Boldrin y Levine reconocen que "la industria farmacéutica es el animal más complicado de viviseccionar". El coste estimado de un nuevo medicamento es de unos 1.000 millones de euros (valor del año 2000). Tal cantidad justificaría la protección de una patente. Sin embargo, los economistas se preguntan: ¿hay sustanciales evidencias de que sin patentes no habría medicinas o, al menos, habría menos y peores? Ellos creen que no.
Para defender su argumento vuelven a comparar países. Si en EEUU se patentan tanto los métodos para conseguir una medicina como el producto en sí, en la mayor parte de Europa se podían proteger los procesos y, sólo desde hace tres décadas, las medicinas (en España, desde 1986). Según esto, Reino Unido y EEUU deberían haber monopolizado la producción de medicamentos hasta 1980. Sin embargo, farmacéuticas de Alemania, Suiza, Francia e Italia están, junto a las anglosajonas, entre las 50 primeras de la industria mundial.
Entonces, ¿por qué se necesitan las patentes? Alejandro Klecker, director general de Clarke, Modet & Cº (la firma española más importante en el campo de la propiedad industrial e intelectual) está sólo en parte de acuerdo con Boldrin y Levine. "Es posible que al principio no sean necesarias las patentes", dice. Pero después son imprescindibles. "No patentar es hacer una renuncia expresa a tu propiedad sobre una invención", aclara. "Pero es cierto que las patentes y la innovación no tienen porqué ir de la mano", añade.
De hecho, una encuesta de la universidad Carnegie Mellon a directores de investigación de más de mil compañías revela que sólo un tercio cree que las patentes son efectivas. Preguntados entonces por las razones de patentar, junto al argumento anticopia, señalaron el bloqueo a otros competidores, usarlas en negociaciones, mejorar la reputación de la firma o evitar demandas.
La industria del software es un ejemplo de los usos espurios. Nacida y desarrollada en ausencia de patentes, las cosas han cambiado hoy. En EEUU los programas y procesos son patentables desde 1996. Pero, como dice el profesor Jesús G. Barahona, la innovación informática es incremental: "Un programa cualquiera puede tocar a mil patentes al menos". Esto provoca que sea casi imposible crear nuevos programas sin infringir alguna. El efecto diabólico de este fenómeno recuerda a la Guerra Fría entre las superpotencias. Igual que aquellas protagonizaron una alocada carrera armamentística nuclear, las grandes firmas (Intel o Microsoft patentan más de mil patentes al año) compran y registran cualquier idea. Las llaman patentes defensivas y, como en la disuasión nuclear, su misión es evitar la amenaza de una demanda haciendo creíble la capacidad de contraatacar.
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