Cuando los agricultores brasileños plantan la soja transgénica resistente al herbicida, echan sólo la cantidad de veneno necesario para acabar con las malas hierbas. De fumigar nueve veces, se ha pasado a sólo una. En su plantación se reduce el aporte de agua, disminuye el consumo de combustible porque hay que echar menos herbicidas y, además, se aplican menos agroquímicos, antes necesarios para proteger la soja frente a los herbicidas. Por eso, los agricultores brasileños apostaron por la soja transgénica desde 1998, aunque entonces fuera ilegal.
Sin embargo, nadie en Brasil piensa que el 100% de los cultivos deban ser de organismos modificados genéticamente, ni siquiera los impulsores de la biotecnología. La independencia de las empresas que venden las semillas modificadas y los herbicidas a los que están adaptadas, junto con la diversidad de mercados, hacen que los productores de semillas cuenten con una mayoría (alrededor del 60%) de sus campos de soja con variedades transgénicas y un 40% no modificadas. Y pretenden mantener estos porcentajes.
Norman Neumaier, investigador en soja del ente público Embrapa, explica: "El equilibrio es importante, porque si se cultivan sólo transgénicos puede haber resistencia a largo plazo al [herbicida] glifosato". Así, los agricultores plantan semillas convencionales en los campos que el verano anterior tenían soja modificada, y en la estación invernal, cultivan trigo o avena convencionales. "Los transgénicos no se crearon como solución final sino para atender una demanda", apunta Rafael, un agricultor brasileño. El mercado es el que impone las condiciones. La soja transgénica es más rentable por su disminución de costes asociados durante la plantación y porque el herbicida cuesta la quinta parte, apuntan los agricultores.El cultivo de organismos modificados genéticamente fue ilegal en Brasil hasta 2005. La aprobación final se consiguió por las presiones de los agricultores, que comprobaban cómo su vecino Argentina, principal competidor en soja, cultivaba transgénicos desde 1998. Los productores brasileños compraban las semillas en Argentina para producir y ser competentes en el mercado, así que el Gobierno de Lula decidió aprobar en 2005 la ley que autoriza la plantación de transgénicos, ya que, de hecho, el 20% de la producción de soja de Brasil ya era, ese mismo año, transgénica.
Nuevas enfermedades
El problema generado no sólo era una cuestión de precios, sino que las variedades argentinas no siempre se adaptaban bien a los campos brasileños por las diferentes temperaturas y suelos, e incluso reaparecieron algunas enfermedades agrícolas que estaban erradicadas de Brasil. Hoy la soja es el principal cultivo de Brasil, con 22 millones de hectáreas, de las cuales el 90% es transgénica. Las exportaciones de soja se dirigen principalmente a China con 11,8 millones de toneladas el año pasado, y en segundo lugar a España, con 2,6 millones de toneladas. En el mundo se plantaron el año pasado 95 millones de hectáreas de soja, de las que un 70% era modificada.
Gelson Melo de Lina, director de producción de la cooperativa agraria Cotrijal, afirma que Brasil "tiene que competir, y eso pasa por la utilización de tecnología; no se pueden cerrar los ojos y estar al margen del mercado". En los comercios brasileños, todos los productos con organismos genéticamente modificados llevan una etiqueta con un triángulo amarillo y una "T", y los agricultores aseguran que no han caído sus ventas. Pedro Roberto, productor de maíz transgénico y convencional, apunta: "El éxodo rural también es un problema importante en Brasil y hay que dar a los agricultores capacidad para que sus tierras sean rentables y puedan vivir de ellas".
Una de las grandes críticas que reciben los cultivos transgénicos es la polinización cruzada. No se da en el caso de la soja, ya que se recoge antes de que salga la flor, pero sí puede aparecer en las plantaciones de maíz, y por eso la legislación brasileña establece unas restricciones: debe haber 100 metros entre una plantación transgénica y otra convencional de otro propietario y, en caso de que sea del mismo agricultor, habrá separaciones de 20 metros alternativos o de 10 filas de cada. Además, deben crearse zonas de refugio de la plantación convencional en los campos de maíz transgénico, que ocupen al menos el 10% del área plantada con organismos modificados genéticamente.
Costoso proceso
El Ministerio de Agricultura realiza inspecciones periódicas y tiene establecidas sanciones, al igual que si se mezclan los granos a la hora de recogerlos, procesarlos, transportarlos o venderlos. La trazabilidad y etiquetado, de hecho, es uno de los procesos más costosos, especialmente en Brasil: puede suponer hasta un 20% del coste de producción, porque las distancias entre el campo de cultivo y el puerto de exportación son de miles de kilómetros y se tardan en cubrir hasta 30 días con cuatro transportes diferentes.
El maíz modificado genéticamente, del que hay seis variedades aprobadas, se cultiva sólo desde el año pasado en Brasil. Con una superficie cultivada de 14 millones de hectáreas, Brasil es el tercer productor mundial, y se estima que este año el 19% sea transgénico. El primer país que importa maíz brasileño es España, con cerca de un millón de toneladas el año pasado, y uno de sus principales destinos es la alimentación animal.
El tercer cultivo transgénico aprobado en Brasil es el algodón, una planta con seis endemismos en el país, por lo que el cultivo de variedades genéticamente modificadas está prohibido en regiones como el Amazonas. Hay cuatro variedades aprobadas, la última la semana pasada, que pretenden competir con el primer productor mundial: India. Brasil quiere mantener y aumentar su posición mundial de productor de soja, maíz y algodón, y a buen precio, y por eso los agricultores dicen que ya les escuchan hasta en EEUU.
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