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2011/08/17

"Se necesitan voluntarios para un estudio psicológico"


Se necesitan estudiantes varones para un estudio psicológico de la vida en prisión. 15 dólares al día durante 1-2 semanas...". Con ese anuncio en la prensa local comenzó, hace justo hoy 40 años, uno de los experimentos que más impacto ha tenido en la psicología social. Se presentaron 70 voluntarios de los que seleccionaron a los 24 más estables, emocional y psíquicamente. A la mitad les tocó ser prisioneros y a los otros doce carceleros. El ensayo apenas duró seis días: los primeros habían caído en la desesperación mientras que los segundos se habían convertido en sádicos. La investigación sentó las bases para que buena parte de los científicos sociales nieguen que haya malas y buenas personas, en todas anida un mal que aparece según las circunstancias.
El 17 de agosto de 1971, policías de Palo Alto (California) detuvieron a los 12 voluntarios que se habían prestado a ser los prisioneros acusados de robo a mano armada. Les leyeron sus derechos y tomaron sus huellas dactilares y, vendados, los llevaron al edificio de Psicología de la Universidad de Stanford. Se pretendía dar la mayor veracidad a la experiencia, por lo que se recreó una cárcel en su sótano. A los 12 guardianes se les instruyó para que se metieran en su papel. No podían hacer daño a los internos, pero debían conseguir que sintieran que eran ellos los que controlaban la situación.

Estudio en presos

El superintendente de esta prisión de ficción era el profesor de Psicología de esa universidad Philip Zimbardo, el que ideó el ensayo. El primer día no pasó nada, había demasiada camaradería entre reclusos y guardias. El segundo, los internos ya se burlaban de sus carceleros, jugando a rebelarse. Zimbardo, en realidad, había montado el experimento para estudiar cambios en la conducta en los presos, no en los guardias.
"Los que les tocó ser carceleros no querían serlo; era 1971, eran unos hippies, activistas de los derechos civiles", recuerda Zimbardo en el documental que él mismo escribió Quiet Rage: The Stanford Prison Experiment. Pero todo cambió la noche del segundo día. Los guardianes, decididos a recuperar el control, comenzaron a abusar de los prisioneros, primero con insultos, después con vejaciones y, al final, con castigos físicos. "Lo peor sucedía de noche", recuerda Zimbardo. Los carceleros sabían que era cuando él se había ido a dormir. Creían que las cámaras no grababan y empezó entonces una espiral cada vez más siniestra de humillaciones y abusos.
Sin embargo, Zimbardo y su equipo decidieron seguir con el experimento. Incluso él se vio atrapado. Al tercer día, "yo caminaba con las manos a la espalda, algo que nunca hice en mi vida, a la manera en que los generales caminan cuando pasan revista a sus tropas", cuenta Zimbardo a Stanford Magazine , la revista de la asociación de alumnos de la universidad estadounidense que, en el cuarenta aniversario del experimento ha recogido los testimonios de estudiantes y psicólogos que estuvieron en los sótanos de aquel edificio.
"Lo primero que realmente me confundió fue la privación del sueño. Cuando nos despertaron por primera vez, no tenía ni idea de que sólo había pasado cuatro horas durmiendo. Fue sólo después de que nos levantaran y obligaran a hacer unos ejercicios para luego dejarnos ir a la cama cuando me di cuenta de que estaban jugando con nuestros ciclos de sueño", recuerda Richard Yacco, entonces un estudiante universitario y ahora profesor.
La mayoría de los prisioneros sufrieron intensas crisis emocionales y dos tuvieron que ser retirados del experimento. Para acentuar el proceso de deshumanización, los internos eran identificados por un número, no por su nombre. El número 8612 era Doug Korpi. "Todo el mundo puede ser carcelero, pero resulta más difícil mantenerse en guardia contra el impulso de ser sádico", reflexiona un Korpi que ahora es psicólogo en una prisión de EEUU.
"Me creía incapaz de ese tipo de conducta y me sorprendió, mejor dicho, me consternó descubrir que podría actuar así", recuerda uno de los estudiantes que hizo de carcelero, en el documental. "Agarras la porra y representas tu papel", dice otro. La función de los roles asignados fue uno de los grandes hallazgos del experimento. Zimbardo había crecido en uno de los barrios duros de Nueva York. Durante su carrera siempre le había interesado el fenómeno del mal. El Holocausto donde, junto a la obediencia debida, muchos colaboraron en el exterminio por un simple respeto a las normas, le intrigaba.
Como él reconoce, estudió muy cerca otra investigación como fue el experimento Milgram llevado a cabo una década antes por el profesor de Yale Stanley Milgram. Entonces se comprobó que las personas podían ser sometidas a castigos (descargas eléctricas que habrían provocado la muerte de no ser simuladas) por estar obedeciendo a una autoridad.

De psicólogo a alcaide

En el caso del experimento de Stanford todo acabó cuando un agente externo (una alumna que era novia de Zimbardo) visitó el sótano una noche. "Es terrible lo que le estás haciendo a estos chicos. ¿Cómo puedes ver lo que he visto y no preocuparte por su sufrimiento?", le dijo a Zimbardo. Esta afirmación, y el amago de dejar su relación, le sacaron de su encantamiento. "Fue entonces cuando me di cuenta de que el estudio de la cárcel me había transformado para convertirme en el administrador de la prisión", dice Zimbardo.
El experimento fue suspendido al sexto día pero eso no evitó que tuviera enormes consecuencias. Una comisión de la Asociación Americana de Psicología (APA) determinó que el experimento había seguido las normas éticas exigidas y exoneró a Zimbardo. Sin embargo, se revisaron los protocolos de investigación con humanos para evitar ensayos similares en el futuro. El profesor se convirtió en una celebridad. Dirigió y presentó un popular programa sobre psicología en televisión y acabó siendo el presidente de la APA. De la inspiración de su experimento nacieron varios libros y dos películas.
Para la psicología social, la investigación de Zimbardo levanta hoy otras dudas además de las éticas. La implicación de los investigadores, el número de la muestra y la forma de llevar el trabajo suavizan la conclusión fundamental de su trabajo: que las personas actúan en función del rol que se les ha asignado.
Sin embargo, para el hoy profesor Richard Yacco la asignación de roles sí funciona. Yacco enseña en un instituto del centro de Oakland (California) y, como explica a Stanford Magazine: "Lo que nos frustra a mis colegas y a mí es que estamos creando grandes oportunidades para estos chicos, les ofrecemos un gran apoyo. ¿Por qué no lo aprovechan? ¿Por qué abandonan la escuela? ¿Por qué vienen sin preparación? Creo que la principal razón es lo que muestra el experimento de la prisión: caen en el papel que la sociedad tiene para ellos".

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