El otro día abrí el congelador de mi casa en busca de algo con cierta sustancia que cocinar rápidamente. Me encontré una bolsa de calamares a la romana, o al menos, eso creía yo, que me parecieron la mar de apetecibles. Sin embargo, al fijarme en la bolsa de calamares, con unos inequívocos y apetitosísimos calamares fritos fotografiados en su parte exterior, me di cuenta de un pequeño detalle: los calamares no eran tales. Lo que en realidad ponía en mi bolsa de calamares no era la esperada palabra calamares, sino "anillas rebozadas". Y claro, uno, que se conoce el percal, paseó sus ojos hasta la archiconocida letra pequeña para darse cuenta de la jugada: "anillas de pota rebozadas", decía el malandrín... Estaba claro: acababa de ser víctima de lo que yo suelo llamar marketing de mínimos.
En este caso, el asunto no tiene la menor importancia. Uno es de puerto de mar, y sabe que la pota o volador, Dosidicus gigas, es un cefalópodo similar al calamar, Loligo vulgaris, aunque menos apreciado y más barato que éste. Pero metido en harina (nunca mejor dicho) y huevo, da el pego perfectamente, y más para quien busca algo rápido que echarse a la boca, sin ninguna pretensión de hacer perdurar la pitanza en la memoria. Como diría un norteamericano, no offense taken, o, en castizo, no passa nada.
Sin embargo, el hecho resulta una perfecta demostración de las actitudes que imperan en varias generaciones de ejecutivos de marketing: el marketing es una guerra que hay que ganar como sea. El objetivo es que el cliente compre, por cualquier medio, aunque jamás vuelva a repetir. Es puro cortoplacismo: objetivos de hoy a veces a costa de objetivos sostenibles de mañana. Si se puede convencer a un cliente para que, al ver un apetitoso envoltorio de calamares, no llegue a caer en la cuenta de que no especifica en lugar alguno la palabra calamares, vea un precio atractivo y acabe robando una venta a la competencia o simplemente derivando un consumo que de otra manera podría haber acabado en otra marca, no se hable más, hágase. Total, no hemos faltado a la verdad: no dijimos que era calamar, y de hecho no lo era... aunque hiciésemos todo lo posible e imaginable porque lo pareciese.
El marketing de mínimos es una de las lacras de la comunicación comercial de nuestros días. Ese cutre-ejecutivo armado de asteriscos, letras pequeñas, cláusulas escondidas y reservas legales, el único capaz de dormir tranquilo cuando te vende un ADSL de veinte megas que en realidad ni en sus mejores sueños llegó a imaginarse que pudiese ir a seis o siete, refugiándose en una oscura nota al pie. Esa preposición "hasta" o "desde" convenientemente intercalada, esas "baterías no incluidas" todas esas veces que, al abrir el paquete, hemos sido profunda e invariablemente defraudados. Todas esas ocasiones que el producto o el servicio se quedó en el mínimo, cuando el cliente esperaba ese paso más, ese go the extra mile. En el mundo de gama infinita y de disponibilidad inmediata en el que ahora vivimos en cada vez más sectores, el marketing de mínimos es, sin duda, una especie en extinción. Como decía Abraham Lincoln, "puedes engañar a todo el mundo algún tiempo, o a algunos todo el tiempo, pero no a todo el mundo, todo el tiempo".
El mercado de las telecomunicaciones es uno de los feudos tradicionales del marketing de mínimos. Hablamos de un mundo en el que, salvo honrosísimas y poco habituales excepciones, lo que se intenta hacer es, dicho de manera poco sutil, estafar al cliente con la seguridad de que una pequeña nota al pie o una dejación de lo que sería la responsabilidad mínima exigible nos permite legalmente hacerlo. ¿Ofrecemos una tarifa de pocos céntimos el minuto? En algún sitio pondrá que dicha tarifa sólo será aplicable para un número de teléfono determinado, cuando la llamada tenga lugar entre las doce de la noche y las cuatro de la madrugada, la Luna haya salido en la constelación de Sagitario y estemos saltando sobre el pie derecho mientras damos palmas. Y de no cumplirse alguna de las características anteriores, el cliente será fusilado al amanecer con una tarifa salvaje; no osará además quejarse porque, uno, la revisadísima cláusula efectivamente así lo especificaba, y dos, ni en sus sueños más estilo Indiana Jones se aventuraría a enfrentarse con la corte de leguleyos entrenados de la operadora.
Revise su tarifa de móvil, su acuerdo de roaming, su ADSL o su contrato de tarjeta UMTS; prácticamente todos ellos están basados en contratos que siguen el principio del marketing de mínimos. Y será porque soy un estúpido sentimental, pero a mí la idea que me traslada una empresa que está, cual ave de cuello implume, acechando para ver si me equivoco y me paso del límite para poder cobrarme un dinero que jamás nadie en su sano juicio habría pagado por tal producto o servicio, es la de "empresa a evitar siempre que ello sea posible". Y si no la evito, será simplemente porque, dando una vuelta alrededor, me temo que me encontraré con que todas o la gran mayoría de las de su ramo actúan exactamente igual, honrando y glorificando ese marketing de mínimos.
Esa empresa que espera ansiosa a que salga de viaje sin haber optado por la "tarifa X", sin la cual es necesario extirpar un órgano del cuerpo para poder llegar a pagar la primera letra de la factura resultante... Esa que me ofrece un esquema de tarifas cuya retorcida lógica jamás llegaré a comprender, en lugar de decirme: "No se preocupe, señor Dans, usted hable lo que quiera, que ya nos encargaremos de aplicarle la tarifa más ventajosa en cada momento, para demostrarle que valoramos la relación que tenemos con usted, porque no queremos que se vaya a otro sitio. Ni siquiera deseamos que la única razón para no irse sea lo pesado que resulta solicitar el cambio."
¿Saben que les digo? Que me vengaré. Que algún día aparecerá una empresa en su sector que, en lugar de practicar el cutre marketing de mínimos, se dedique a otro juego diferente: al de hacerme sentir confianza, hacerme ver que no están ahí para intentar engañarme mientras ponen una sonrisa de soslayo y señalan la cláusula de la letra pequeña; me iré con ellos, y no volveré jamás. A este lado del túnel, su marketing de mínimos sólo sirve para que los clientes los miremos con desprecio. Si no nos vamos es únicamente porque son casi todos iguales, porque no hay a donde irse. Pero no desesperen, que ya aparecerán.
Artículo de Enrique Dans publicado en Libertad Digital
Enrique Dans es profesor del Instituto de Empresa
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Fuente: Marketing Directo.
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