Enviar un mensaje de 140 caracteres y esperar que el resto de la humanidad lo lea, o al menos los seguidores es una ilusión. Al contrario, el acto de tuitear recuerda más a dar voces en un acantilado solitario o, quizá, mandar un mensaje en una botella que se tira al mar. Jon Bruner, especialista en criba de datos, ha publicado un estudio basado en una muestra de 400.000 cuentas escogidas de manera aleatoria en el que mide la relevancia de los mensajes. Su conclusión es muy clara y, para muchos, dura: “La mayoría de los mensajes se ignora”.
De los perfiles estudiados solo 458 están en el 10% con más seguidores. Para llegar a esa cota basta con una suma de 2.991 seguidores. En casi todos los casos se trataba de cuentas gestionadas por expertos en tema concretos, comentaristas reconocidos o algunos de los que se dieron de alta primero y fueron acumulando seguidores. Una cuenta activa sigue, de media, a 117 perfiles. La mayoría, un 76%, sigue a más gente que seguidores tiene.
Al mismo tiempo, se confirma una de las sospechas que sus detractores le achacan a la red social. Como ya apuntó Evan Williams, uno de los cofundadores, en 2010, Twitter es un entorno de consumo más que de creación, un buen lugar para ver lo que otros difunden. Aunque, oficialmente, la actitud es la contraria. En su portada se invita a los recién llegados a “empezar una conversación”, cuando la relación es claramente asimétrica. Los 230 millones de usuarios activos seguirán de manera pasiva las conversaciones, pero son muy escasos los que en algún momento la lideren.
Dentro de esta estrategia de buscar el enganche entre la audiencia más pasiva y aquellos que marcan el paso está el hecho de sugerir usuarios famosos, ya lo sean solo en el mundo real y celebridades cuya fama se ha labrado dentro del pájaro azul.
Un ejemplo es el de Bill Keller, exdirector del New York Times, con miles de seguidores amasados durante sus primeros meses en Twitter, a pesar de solo compartir ocho mensajes a lo largo de 2009.
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