Fuente:
El Mundo.
No era un loro cualquiera. Se llamaba Alex (acrónimo de 'Avian Learning Experiment') y llegó a desarrollar la inteligencia de un niño de cinco años. Podía idenficar objetos, números, colores y formas, y distinguir entre «grande» y «pequeño», «igual» y «diferente».
Manejaba un vocabulario propio de 150 palabras. Decía «lo siento» si se equivocaba y pedía «quiero volver» (a la jaula) cuando estaba cansado. En el momento de la despedida, le preguntaba a su amiga y profesora Irene Pepperberg: «¿Vendrás mañana?»
Ésas fueron precisamente las últimas palabras del loro, antes de morir repentinamente de un infarto o una arritmia en mitad de la noche. Su necrológica fue la más leída en 2007 en periódicos como
The Guardian: «Alex, el loro africano gris que era
más listo que la media de los presidentes norteamericanos, ha fallecido a la edad de 31 años».
Un año después de su despedida del mundo de los mortales, la psicóloga y científica Irene Pepperberg rinde homenaje a su incomparable alumno en 'Alex y yo',
el libro donde recoge las tres décadas de aprendizaje mutuo, que se ha convertido en un gran éxito de ventas. «Un simple pájaro nos hizo cambiar el modo en el que pensamos sobre el pensamiento de los animales», sostiene Pepperberg.
«Desde el punto de vista científico, Alex nos enseñó que las mentes de otros seres vivos
se parecen mucho más a las mentes humanas de lo que estábamos dispuestos a admitir».
Según Pepperberg, esa capacidad para «pensar y ser consciente» (atribuible a los primates a partir de los estudios de Jane Goodall, y también a los delfines y otros mamíferos superiores) es hasta cierto punto
aplicable a las aves, aunque tengan un cerebro del tamaño de una nuez.
Todo lo que aprendió Alex y lo que le faltaba por aprender -estaba empezando a identificar las letras y a trabajar con los fonemas en inglés- demuestra en opinión de Pepperberg que los loros son capaces no sólo de imitar, sino de
«razonar a un nivel básico y usar palabras creativamente».
Un Napoleón con plumas
Alex era capaz de mantener una conversación intermitente como si fuera un niño de dos años, aunque
«su inteligencia equivalía realmente a la de un chaval de cinco años», en opinión de la que fue su profesora. Siguiendo el método de «modelo rival», Alex competía con un alumno humano e intentaba ponerse a su nivel. Tanta destreza adquirió que se convirtió en maestro ocasional de otros loros y les reprimía cuando se equivocaban: «¡Puedes hacerlo mejor!».
«Alex tenía la personalidad de un pequeño Napoleón con plumas», asegura Pepperberg. «En cuanto adquiría un conocimiento,
manipulaba a todos los que estaban a su alrededor. Mis estudiantes solían llamarse a sí mismos los 'esclavos' de Alex. 'Quiero maíz', les decía. 'Quiero subir al hombro, quiero hacer gimnasia'». En sus momentos más sentimentales, el loro agachaba la cabeza y pedía: «Quiero cosquillas».
«Su propia conducta en el momento del aprendizaje
nos reveló lo mucho que nos queda por descubrir en el campo de la inteligencia de los animales», escribe Pepperberg en Alex y yo. «Estoy hablando de asuntos con profundas implicaciones filosóficas, sociológicas y prácticas. Su ejemplo ha servido para plantearnos incluso el lugar del hombre en la naturaleza».
Pepperberg admite que siente una conexión especial con las aves desde niña y, gracias a Alex, se ha convertido en ardiente defensora de los derechos de los animales.
Criticada por una parte de la clase científica -que pone en duda sus logros y asegura que el loro hablaba siguiendo el «condicionante operativo» y las instrucciones cifradas de su instructora-, la científica asegura que la «capacidad intelectual» de Alex ha sido probada con creces y que lo único que no pudo demostrar fue su «nivel de conciencia».
Pese al tiempo discurrido, la muerte del loro más listo del mundo ha dejado en ella
un vacío que ningún otro ser alado ha podido llenar. «Sé buena, te quiero», fueron las penúltimas palabras de Alex antes de preguntarla si habría un mañana.