A finales de los años sesenta, la Agencia de Proyectos Avanzados (ARPA), dependiente del Ministerio de Defensa de los Estados Unidos, recibió el encargo de crear una red de comunicación que pudiera estar operativa, incluso ante un desastre de grandes dimensiones. Así apareció, Arpanet, en 1969. En ella están los protocolos básicos que utiliza Internet hoy en día. Progresivamente, Arpanet se fue haciendo pública. Unos años más tarde, en 1990, aparecería la popular World Wide Web (www) y en 1992 se crea la Internet Society, organismo que la administra, y se abre un nuevo horizonte al que se irían asomando poco a poco los ciudadanos del planeta. Ya en 2006 alcanzó los 1.100 millones de usuarios, y se prevé que en diez años la cantidad de navegantes de la Red aumentará a 2.000 millones, y aunque el comercio electrónico se encuentra en una fase muy primaria, su explosión es cuestión de tiempo. Esos 2.000 millones de potenciales consumidores son un poderoso aliciente.
Quién diría que, en algo más de una década, Internet movilizaría a la opinión pública mundial contra los proyectos belicistas del Gobierno del país que fuera su creador, los EE UU. Sin embargo, así fue. Internet se volvió pacifista y los días 2 y 3 febrero de 2003, por primera vez en la historia, tuvieron lugar una serie de manifestaciones a nivel universal contra los planes de guerra de George Bush para Irak.
Pero lo inquietante, de éste y otros acontecimientos, es que no fueron promovidos por ninguna fuerza social convencional, sino por plataformas cívicas que comparten un mismo proyecto surgido desde cualquier punto de la red, y actúan como si se tratara de una mente colectiva. Es innegable que hoy en día en torno a Internet está surgiendo una nueva categoría de luchadores por los derechos civiles, que, descontentos con la gestión que se está haciendo de los intereses colectivos, denuncian la democracia representativa por insuficiente y piden más participación; son conscientes de que las nuevas tecnologías lo posibilitan, y están tomando la iniciativa.
Sin duda, hoy en día las tecnologías de la información y la comunicación están generando una redefinición radical del funcionamiento de la sociedad, similar al momento en que la humanidad alcanzó la luz de la razón, liberándose de la cultura bíblica del medioevo, que le llevaría al taylorismo de la era industrial, "la mano de obra" que sucumbe ante el informacionalismo que nos conduce a la sociedad del conocimiento. Ahora, al igual que en el Ancien Régime, se defiende, regulando y prohibiendo. Pero a diferencia de entonces, ahora los cambios son rápidos y profundos y nadie a ciencia cierta sabe adónde nos dirigimos.
Esta incertidumbre genera resistencia entre los poderes tradicionales. Un ejemplo son los derechos de autor: sus titulares se han sentido defraudados y desamparados y reclaman un mayor apoyo social para que no muera la cultura. Sin embargo, desde el otro extremo se sostiene que nunca la música o el cine han estado más vivos que ahora -y desde luego nunca ha sido más fácil el acceso a la cultura- y reclaman otras iniciativas, como las licencias copylef que permiten la reproducción de una obra para uso personal y su difusión sin fines comerciales. Sus patrocinadores sostienen que, a diferencia del copyright, que mira a la cultura como pura mercadería, el copylef encuentra su fundamento en la creatividad y en el acceso al conocimiento y la cultura.
La Ley de Propiedad Intelectual, y el proyecto de Ley de Impulso de la sociedad de la Información, parten del carácter de defensa. Así, la primera, además de restringir el derecho a la copia privada y de cita, impone un canon compensatorio por lucro cesante, y la segunda quita a los jueces la exclusividad para retirar contenidos de las páginas web, y por dos veces se ha intentado introducir un procedimiento sin precedentes en el Derecho español y no informado por el Consejo General del Poder Judicial, a pesar de afectar a las competencias judiciales. Es el llamado procedimiento "de notificación y retirada", es decir, una auténtica patada digital, ya que habilita a las gestoras de derechos de autor para que, sin declaración judicial alguna, tras unas simples notificaciones, puedan exigir a los proveedores de Internet que retiren los contenidos de las páginas que albergan.
Sin embargo, el lobby que defiende ese intervencionismo lo justifica en la necesidad de paliar la lentitud judicial. Pero, en realidad, lo que teme no es el retraso judicial en sí, sino que los jueces, como ya viene ocurriendo, se nieguen a cerrar las páginas web si no se acredita un fin comercial. Por otra parte, esa pretendida lentitud se resuelve mediante la creación de más juzgados, pero no eliminando las garantías de los ciudadanos.
Nadie duda de la necesidad de restablecer el equilibrio entre el derecho individual de autor y el derecho colectivo a la cultura, sino del procedimiento elegido. Y se recuerda la directiva 2000/31/CE que aconseja "pactar códigos de conducta". También sería deseable bajar los precios de los productos, ya que el salario mínimo es de 570 euros.
En conclusión, estamos ante un momento de cambio de paradigma en el que lo viejo intenta poner trabas al futuro que ya está aquí, de manos de Internet, y por eso quiere controlar la red. Pero Internet se basa en el principio de intercambio libre de información. Los militares norteamericanos engendraron un monstruo llamado Internet. No dejemos ahora que nadie lo domestique.
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