Hace ya siete años que el activista Raimundo Belmiro dos Santos, un cauchero de 46 años de edad, recibe amenazas de muerte por defender la selva amazónica en el Estado brasileño de Pará. Pero estavez se las tomó más en serio, tal vez tras conocer que aquellos que quieren verle muerto le habían puesto precio a su cabeza: 50.000 dólares. Como no quiere abandonar su lucha ni su hogar,
ha pedido pública y urgentemente la protección de las autoridades y, según la agencia de noticias IPS, la Fiscalía ya ha anunciado que iniciará una investigación.
Belmiro dos Santos tiene motivos para temer por su vida: en poco más de tres meses, cinco activistas han muerto en el estado de Pará, que ostenta el mayor índice de conflictos por la tierra en Brasil. El último de ellos, asesinado a balazos el 25 agosto, fue Valdemar Oliveira Barbosa, alias
Piauí, socio del Sindicato de Trabajadores Rurales de Marabá (localidad del estado de Pará) y coordinador durante años de un grupo de familias que ocupaba una hacienda en Marabá. La ocupación de las tierras es en Brasil el
arma de lucha social más utilizada por los campesinos sin tierra, en uno de los países más latifundistas del mundo.
En los últimos 20 años, las cifras de violencia en el campo, tanto a ecologistas como trabajadores rurales, son alarmantes, aunque sólo sean noticia cuando, como en el pasado mes de mayo, el mismo estado recoge cinco asesinatos en apenas unos días. El día 24 de aquel mes murieron en Pará, abatidos a balazos, los activistas José Cláudio Ribeiro da Silva y Maria do Espirito Santo, que habían recibido varias amenazas por sus continuas denuncias de la tala ilegal de madera en la región y su activismo contra el proyecto de Belo Monte, una inmensa central hidroeléctrica que inundará 120.000 acres de selva en ese estado. Tres días más tarde, el agricultor Adelino Ramos era asesinado a tiros en frente de su familia en Rondônia; el 28 de mayo y el 2 de junio, otros dos líderes campesinos, Eremilton Pereira dos Santos y Marcos Gomes da Silva,
eran asesinados por pistoleros en el estado de Pará.
Fueron cinco asesinatos en apenas unos días. Esta vez, la presidenta Dilma Roussefftuvo que tomar cartas en el asunto. Tras reunirse con ministros y gobernadores, Rousseff anunció la Operación Defensa de la Vida, una acción militar urgente para prevenir los asesinatos que se puso en marcha el 8 de junio en los estados de Pará, Amazonas y Rondônia.
Sin embargo, no es un problema nuevo, ni aislado. La Comisión Pastoral de la Tierra (CPT), que lleva décadas estudiando la violencia en el campo, verifica que las amenazas y la represión son una constante en el campo brasileño, y especialmente en la región amazónica, desde los años ochenta. En la última década, una media de una treintena de asesinatos por año muestra cómo el activismo en protección del medio ambiente o de la reforma agraria es causa de muerte inminente.
En 2010, fueron 34 muertes, 19 de ellas en Pará, que algunos llaman
"el Estado sin ley". Y, advierten los movimientos sociales, quienes están detrás de los pistoleros mercenarios son, a menudo, los políticos y empresarios locales, todos ellos presa de los intereses del agronegocio, las compañías madereras y otras grandes industrias que prometen llevar el desarrollo económico a la selva.
Impunidad e intimidación
Así parece evidenciarlo la casi total impunidad en la que se perpetran estos crímenes. La CPT ha presentado al Gobierno una lista con 1.855 nombres de personas que han sufrido algún tipo de amenaza entre 2000 y 2011 entre ellos, tres obispos. Según los datos de la Pastoral, entre1985 y 2010 se produjeron 1.580 asesinatos en 1.186 episodios violentos, pero apenas 91 personas implicadas (21 inductores y 73 ejecutores) fueron procesadas. De esa veintena de inductores, apenas permanece en prisión el hombre que indujo el asesinato de la monja estadounidense Dorothy Stang, ejecutada en 2005 por pistoleros, después de décadas de trabajo con la población pobre de Pará. El propio Ministerio Público brasileño admite que, en
37 casos de asesinato en el campo en la última década, ni siquiera se abrió una investigación.
La masacre de Eldorado dos Carajás de 1996 es, quizá, el ejemplo más sangriento que se recuerda de esa brutalidad impune. En aquella ocasión, la Policía disparó sobre una multitud de campesinos y mató a 19 personas en el estado de Pará. Quince años después, los únicos dos condenados siguen en libertad.
Es el círculo de amenazas, violencia e impunidad que lleva al miedo y pretende generar parálisis. Cada año, la CPT publica una lista de personas amenazadas; la de 2010 contaba con 125 nombres. Cada uno tiene detrás una historia de intimidación y de resistencia. Los ejemplos se suceden a lo largo de todo el país. En el estado de Maranhão, en la región nordeste, los pueblos indígenas sufren constantes intimidaciones, miles de familias viven bajo amenaza de desalojo y el miedo se extiende en los quilombos, comunidades cuyo origen está en la liberación de esclavos negros.
Apenas un ejemplo: el pasado día 27 de agosto, pistoleros dispararon contra la casa del
quilombola Zé da Cruz, que venía siendo amenazado por un latifundista de la región. Asociaciones como la CPT y Tribunal Popular denuncian que el problema es la
disputa por unas 1.089 de hectáreas entre los quilombolas que habitan la zona desde el siglo XIX y la familia de Moises Sotero dos Reis, presuntamente ligado al diputado Manoel Ribeiro.
Desde el comienzo de su historia moderna, bajo la égida de la Corona portuguesa, Brasil se constituyó como uno de los países más latifundistas del mundo. Los intereses que otrora defendió la aristocracia corresponden hoy a las multinacionales del agronegocio, la madera o el extractivismo mineral, imbricados con el poder político regional. Y tienen en Brasilia un influyente grupo de diputados y senadores, los llamados
ruralistas, para defender sus intereses. Cuando, tras los asesinatos del pasado mayo, un diputado reclamó una investigación en el Congreso, la bancada
ruralista respondió con abucheos, según relata el periodista de la prestigiosa revista
New Yorker Jon Lee Anderson.
Su capacidad como lobby
quedó demostrada en mayo, cuando se aprobó, por 410 votos a favor y 63 en contra y pese a la oposición de la sociedad civil, la reforma del Código Forestal, que, de salir adelante aún debe pasar por el Senado y ser avalado por la presidenta, aunque pocos dudan de que así sea,disminuirá la protección legal de la selva. Los movimientos sociales creen que la mera expectativa de que fuese aprobado motivó en mayo un espectacular aumento de la deforestación, y con él de la resistencia, que podría tener relación con el recrudecimiento de la violencia en el campo ese mes.
Para la CPT, el poder del latifundismo y la agroindustria aplica sus reglas, que impone a campesinos y comunidades indígenas. "La agroindustria está avanzando en las reservas ambientales y extractivas", señaló la Pastoral en un comunicado tras los asesinatos de mayo.
"El apoyo, estímulo y financiación del Estado a la agroindustria lo fortalece para seguir adelante, encubierto por el discurso del desarrollo económico", añade el texto.
¿Y la nueva y flamante operación Defensa de la Vida del Gobierno? Para la coordinación nacional de la CPT, como para otros movimientos sociales, las medidas se dirigen a prevenir la sangría criminal, pero no a resolver las causas del conflicto. Así lo resume el abogado de la Pastoral José Batista:
"Lo que está en juego es la propiedad de las riquezas naturales de la Amazonia, en manos del capital".