Su invención se atribuye al psiquiatra y neurocirujano portugués Antonio Egas Moniz, que terminó sus días en silla de ruedas después de que un paciente le disparase en una pierna. En 1935, Moniz desarrolló junto a su colega Almeida Lima una técnica para el tratamiento de los trastornos psicóticos por medio de la cual, y tras perforar el cráneo del paciente, inyectaba alcohol como agente esclerótico en la materia blanca de los lóbulos frontales. Más adelante perfeccionaría la técnica diseñando un instrumento, el leucotomo, esto es, una especie de estilete hueco de acero con un alambre retráctil.
Sus primeros 20 pacientes sobrevivieron y, en una segunda tanda de 18 enfermos, todos esquizofrénicos, el balance fue de tres pacientes prácticamente curados y otros dos con notables mejorías. Eso le bastó para asegurar que "la leucotomía frontal es una operación sencilla, siempre segura, que puede llegar a ser un tratamiento quirúrgico efectivo en determinados desórdenes mentales".
Sería el neurólogo estadounidense Walter Freeman quien, en 1936, depuraría aún más la técnica, alumbrando la lobotomía tal y como se conoce hoy. Freeman encontró un modo más sencillo de llegar al cerebro: el cirujano introducía un instrumento similar a un picahielos por encima del globo ocular, bajo el párpado, apoyándolo contra el tabique nasal, y con un martillo lo golpeaba hasta traspasar el cráneo, agitando el punzón de un lado a otro para después extraerlo.
'El Henry Ford'
Freeman consiguió desarrollar una sencilla operación de apenas cinco minutos de duración que le llevó a realizar más de una decena por día. Su propia hija le bautizó como "el Henry Ford" de la lobotomía. Aunque inicialmente Freeman consideraba la operación como último recurso, no tardó en ejecutar las intervenciones en serie. El neurólogo se hizo famoso por recorrer EEUU en su lobotomóvil, visitando hospitales psiquiátricos e interviniendo a los internos con menos recursos. El periodista Jack AlHai, autor del El lobotomista, que relata la vida de Freeman, llegó a documentar 3.400 lobotomías realizadas por el neurólogo, con hasta 25 intervenciones en un solo día.
Buena parte de su éxito se deriva en que se quería evitar la masificación de los hospitales estadounidenses tras la II Guerra Mundial; en 1946, la mitad de las camas en los centros estaban ocupadas por enfermos mentales. Ese mismo año, además, la revista Life consternaría a toda la nación con el reportaje Bedlam ("manicomio") en el que mostraba el lamentable estado de los psiquiátricos, con personas desnudas y atadas a los bancos. En EEUU se realizaron, sólo en 1949, cerca de 10.000 operaciones; incluso la prestigiosa Clínica Mayo sucumbió a la lobotomía.
Al otro lado del charco, en Reino Unido, sir Wylie McKissock evangelizaba con la técnica desde el hospital Atkinson Morley de Wimbledon. No tardó en recorrer todo el sur de Inglaterra, incluso en fines de semana, para realizar lobotomías en hospitales más pequeños. La técnica se extendió por Dundee, Gales del Norte y Bristol, y a principios de la década de los cuarenta ya se realizaban más de mil intervenciones al año a pesar de la frontal oposición de los psicoanalistas.
Los efectos negativos de las operaciones empezaron pronto a ser evidentes, ya que dejaban a buena parte de los pacientes que sobrevivían a la intervención como zombis andantes. Por ello, a mediados de los cincuenta la lobotomía cayó en desuso, desplazada por el desarrollo de los primeros neurolépticos, como la clorpromazina. En la actualidad, la técnica está prohibida
Al-Hai asegura que resulta imposible saber con certeza "cuántos pacientes, de los cerca de 100.000 que han sido lobotomizados en todo el mundo, aún siguen con vida, pues no existen registros con las identidades de los enfermos". El periodista estima que, "como mucho", serían entre 100 y 300 enfermos, "que serían los niños que fueron operados en las décadas de los cincuenta y sesenta".
Desde su punto de vista y apoyándose en "una valoración objetiva de los resultados, no podemos hablar de una buena práctica", ni siquiera considerando que para muchos enfermos la alternativa era pasar el resto de sus vidas en el manicomio. A finales de los años sesenta, un paciente de Freeman murió en la mesa de operaciones de hemorragia cerebral. Esa fue su última intervención y, en los últimos años de su vida (murió en 1972), el neurólogo recorrió más de 10.000 kilómetros comprobando el estado de sus pacientes operados 30 años atrás. Se dice que intentaba lavar su conciencia.
Buena parte de su éxito se deriva en que se quería evitar la masificación de los hospitales estadounidenses tras la II Guerra Mundial; en 1946, la mitad de las camas en los centros estaban ocupadas por enfermos mentales. Ese mismo año, además, la revista Life consternaría a toda la nación con el reportaje Bedlam ("manicomio") en el que mostraba el lamentable estado de los psiquiátricos, con personas desnudas y atadas a los bancos. En EEUU se realizaron, sólo en 1949, cerca de 10.000 operaciones; incluso la prestigiosa Clínica Mayo sucumbió a la lobotomía.
Al otro lado del charco, en Reino Unido, sir Wylie McKissock evangelizaba con la técnica desde el hospital Atkinson Morley de Wimbledon. No tardó en recorrer todo el sur de Inglaterra, incluso en fines de semana, para realizar lobotomías en hospitales más pequeños. La técnica se extendió por Dundee, Gales del Norte y Bristol, y a principios de la década de los cuarenta ya se realizaban más de mil intervenciones al año a pesar de la frontal oposición de los psicoanalistas.
Los efectos negativos de las operaciones empezaron pronto a ser evidentes, ya que dejaban a buena parte de los pacientes que sobrevivían a la intervención como zombis andantes. Por ello, a mediados de los cincuenta la lobotomía cayó en desuso, desplazada por el desarrollo de los primeros neurolépticos, como la clorpromazina. En la actualidad, la técnica está prohibida
Al-Hai asegura que resulta imposible saber con certeza "cuántos pacientes, de los cerca de 100.000 que han sido lobotomizados en todo el mundo, aún siguen con vida, pues no existen registros con las identidades de los enfermos". El periodista estima que, "como mucho", serían entre 100 y 300 enfermos, "que serían los niños que fueron operados en las décadas de los cincuenta y sesenta".
Un Nobel polémico
En 1949, Moniz recibiría el Nobel de Medicina por su invención de la lobotomía, si bien también se le atribuye haber realizado las primeras angiografías cerebrales, lo que permitió el diagnóstico de tumores y malformaciones vasculares. En todo caso, se trata de un premio que, en opinión de buena parte de la comunidad científica, se sitúa en la lista negra de reconocimientos que nunca debieron realizarse. El neurocirujano británico Henry Marsh lamenta profundamente el éxito de esta intervención en el siglo pasado. "Hace 35 años", explica Marsh, "cuando yo todavía era estudiante, tuve la oportunidad de trabajar como enfermero ayudante en varios hospitales psiquiátricos". Durante aquel periodo, el neurocirujano trató con pacientes lobotomizados 30 o 40 años antes: "Era obvio que se encontraban en un estado lamentable, con significativos retardos en sus funciones cognitivas".Desde su punto de vista y apoyándose en "una valoración objetiva de los resultados, no podemos hablar de una buena práctica", ni siquiera considerando que para muchos enfermos la alternativa era pasar el resto de sus vidas en el manicomio. A finales de los años sesenta, un paciente de Freeman murió en la mesa de operaciones de hemorragia cerebral. Esa fue su última intervención y, en los últimos años de su vida (murió en 1972), el neurólogo recorrió más de 10.000 kilómetros comprobando el estado de sus pacientes operados 30 años atrás. Se dice que intentaba lavar su conciencia.