Un estudio de la Universidad de Oxford publicado en Nature la semana pasada ha propuesto una política para reducir esas emisiones: un impuesto sobre la carne y la leche. Sería lo que los economistas llaman un impuesto pigouviano que no tendría como objetivo explícito recaudar más, sino reducir la actividad a la que ponen ese recargo. En concreto, la cifra óptima según sus modelos sería nada más y nada menos que un 40% sobre la carne de vacuno, un 25% sobre los aceites vegetales, un 20% sobre la leche, un 15% sobre la carne de cordero, 8,5% en la de pollo, 7% en la del cerdo y un 5% a los huevos, entre otros impuestos. Otros productos tendrían impuestos menores para optimizar, según los autores, no sólo las reducciones de emisiones a la atmósfera sino también nuestra salud.
Y es que, pese a la creciente controversia sobre los efectos reales sobre nuestra salud y peso del consumo de grasas y carbohidratos, el estudio se cree capaz de predecir que se evitarían 107.000 muertes anuales en 2020 de aplicarse estos impuestos. Si además se recogieran las recomendaciones de emplear los ingresos de dichos impuestos en subvencionar frutas y verduras y dar ayudas a las familias de menos ingresos para comprar comida, el modelo empleado por los investigadores alcanza la cifra de 492.000 muertes menos al año.
En cuanto a las emisiones, la medida conllevaría una reducción de 1 gigatonelada anual de gases equivalentes al CO2, una cifra similar a la que emite toda la industria de la aviación. Y todo al módico precio de volver a convertir la carne y la leche en un lujo para los que más tienen.
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