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2010/03/19

Sin «trolls» no hay paraíso

Fuente: ABC.

Los expertos en analítica web, que son como forenses digitales, llevan años preguntándose en foros y congresos cuáles son los parámetros que determinan la salud de un sitio en Internet. Así, unos hablan de páginas vistas -la cantidad de veces que una página es consultada-, otros se fijan en el tiempo de permanencia -cuántos minutos invertimos en el sitio-, hay quien cree que la clave está en el porcentaje de rebote -el número de usuarios que nos abandonan a las primeras de cambio- y los que defienden que la llave la tienen los usuarios únicos -la cantidad de usuarios que nos visita-.
En la red, a diferencia de otros medios como la TV o la radio, se puede escrutar casi todo. Cuando visitamos una página, los forenses pueden saber la hora de entrada y salida, el navegador que usamos, el tamaño de nuestro monitor, el lugar de procedencia, en qué vínculos hicimos click, cuántas veces hemos accedido en el último mes o si remamos en horas de trabajo o padecemos insomnio. Medir la calidad ya es otra cosa; los parámetros mencionados anteriormente nos dan una idea del éxito de audiencia del producto, pero nadie habla de la relevancia de los contenidos. Harina de otro costal.
Google, nuestro oráculo miope, tiene su propia fórmula mágica, el PageRank; tras examinar la cantidad de enlaces que recibe nuestra página desde otras páginas y, en función de la cantidad de enlaces que a su vez reciben los que nos enlazaron, nos asigna un numerito de 1 a 10. Cuanto más cerca de 10 estamos, más importantes somos para Google y más posibilidades tenemos de aparecer en las primeras posiciones de los resultados de búsqueda. Wikipedia, por ejemplo, es una web que recibe millones de enlaces, por lo que casi siempre que buscamos información en Google aparece en las primeras posiciones. [//]
Pero existe el SEO, que es como decir que existen los anteojos para la sabiduría. La tarea del experto en SEO -Search Engine Optimization- consiste en disfrazar nuestra página para convencer al buscador de que es más sabia que las de la competencia. Así, cuando alguien busque un hotelito en Cuenca, acabará probando nuestras sábanas. ¿Y Google? Se traga estas argucias... En realidad, es tan maleable que cuando hace unos años cientos de bloggers decidieron enlazar la web de la SGAE usando la palabra “ladrones” -así: ladrones-, a los pocos días el primer resultado que mostraba Google cuando buscábamos “ladrones” era la página de esta sociedad.
Tras años de sesudos estudios en los que se invirtieron millones de euros, puede que sólo haya un parámetro realmente fiable para señalar las páginas relevantes, aquéllas que despiertan pasiones que se traducen en accesos ininterrumpidos durante el día y la noche: el número de trolls por pixel. El troll es un espécimen digital que aprovecha el anonimato para dar rienda suelta a sus más bajos instintos y fagocitar cualquier atisbo de conversación civilizada. Pero ojo, el troll es selectivo e insaciable, sólo elige las páginas que están en el camino correcto hacia al éxito, y ésa es su gran aportación al ecosistema digital.
Una página en la que se ofrecen desnudos logrará muchas páginas vistas. La web que permite descargar la última de Almodóvar estará bien posicionada en los buscadores. Nunca serán relevantes, su éxito está supeditado a la oferta de un producto corriente, perecedero y replicable hasta el hartazgo. En cambio, una web con un séquito de trolls que invierten horas en cuestionar los contenidos desde el anonimato es como ese atleta que se dirige a la meta con paso firme mientras recibe torpes zancadillas. Si el troll creyera que el corredor no logrará medalla o diploma, no malgastaría su tiempo.
Contaba Juan Goytisolo hace unos días en Madrid que, mientras en media Europa se publicaban concienzudos estudios sobre El Quijote, la primera obra publicada en España sobre el libro de Cervantes no ensalzaba sus cualidades o su futura influencia en las road-movies sino las faltas de ortografía presentes en el texto. Puede que los trolls de hoy sean los mismos de hace cuatrocientos años. Y puede que hoy, como entonces, no haya mejor modo de justificar su existencia que citar a aquel hidalgo: “Ladran, Sancho, luego cabalgamos”.

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